René Arturo Villegas Lara
Abogado y Maestro

A la filial del Partido llegó la noticia que se iban a producir disturbios en la capital, pues los liberales de Taxisco habían presentido que los del destacamento militar se mostraban nerviosos y se estaban acercando al bando de los contrarios al gobierno. También se supo que los comandantes de todos los pueblos tenían órdenes de no permitir concentraciones en las calles de más de dos personas, aunque no hubiera suspensión de garantías. Para agrandar las premoniciones, don Adán, el empleado de la farmacia que curaba todos los males, oyó en su radio Telefunken, que tenía parecido a una pequeña rockola, que en un noticiero de Tapachula se anunciaban disturbios en contra del gobierno.

El capitán que comandaba la escolta del pueblo hacía días que también estaba nervioso y se mantenía limpiando su escuadra con aceite tres en uno, para que no se fuera a trabar a la hora de las horas, como ya le había sucedido cuando practicaba tiro al blanco. Igual tarea les exigía a los diez guardias bajo su mando, sólo que estos, la limpieza de sus fusiles la tenían que hacer en el corredor de la comandancia para que la gente que iba o venía del mercado se diera cuenta que la tropa estaba bien armada.

La mañana del 20, todo el pueblo sabía que en la capital había bulla, porque el telegrafista tuvo la infidencia de contarle al intendente municipal que se estaban recibiendo telegramas sospechosos y que tuviera los ojos bien abiertos, como tecolote, por si se daba el caso. Don Ramón Alay, el más mentiroso y alcanzativo del pueblo, llegó a decir que había escuchado el estallido de los tiros que disparaban las ametralladoras y los estruendos de los cañonazos que surcaban el cielo de la capital. Para ajuste de penas, don Camilo Mancilla, un viejecito que aún tenía el olor a pólvora en la camisa, desde cuando anduvo haciendo guerra como sargento de corneta con los insurrectos unionistas de 1920, predijo que la guayaba ya estaba madura.

En el pueblo, los cuatro tenientes que recibieron sus galones de línea cuando se fueron a la guerra de Regalado, se vieron obligados a guardar sus espadas en los tapancos, por si los nuevos gobiernistas cateaban sus casas en busca de armas que ya no encontraran nada. Cuando al capitán también el telegrafista le pasó el chisme de los telegramas sospechosos, dio la orden de tener los fusiles cargados y con suficientes tiros en las cartucheras, por si las moscas. Además, previendo otras consecuencias, hizo que su mujer y a sus dos hijos se fueran para la cabecera de Escuintla en la camioneta que llevaba el correo, entregándoles doce quetzales de su sueldo de octubre y con la advertencia de que no pararan hasta no llegar más allá de La Chingada.

Don Salvador Paredes, que era el secretario de actas de la filial, tuvo la idea de hablarle a don Lencho Colindres, para que pusiera su marimba como colaboración, pues estaba seguro de que la gente, por la mera tarde, se reuniría frente a la comandancia para enterarse de como andaba el asunto de la bulla. Y no se equivocó, pues cuando se principiaban a ver las estrellas, había como quinientas personas en los corredores de la escuela, esperando que llegaran los directivos de la filial. Al asomarse la marimba, sacaron unos escritorios de las aulas y armaron una tarima frente a la comandancia, para escuchar a los que tomaran la palabra.

El primero que lo hizo, anunciado por don Tono Alfaro, fue el profesor Héctor Arévalo, quien, utilizando un cartón como bocina, dijo que la libertad había llegado; y se le hinchó el cuello y las arterias se le saltaron cuando gritó: ¡Muera la dictadura y viva la revolución!  Entonces la marimba se soltó con un paso doble, entre los gritos y vivas del gentío que ya pasaba de mil. Y era tal el entusiasmo y la alegría, que ninguno se percató que en la oscuridad del corredor de la comandancia estaban los soldados esperando órdenes para disparar. En eso se vio la silueta del capitán, quien, escuadra en mano, dijo a voz en cuello: ¡No ha caído Ponce hijos de la gran puta! Y entonces ordenó la primera descarga de fusilería.

Como la gente no se movió, ordenó la segunda y esta vez los tiros pasaron rosando las cabezas. En ese instante sí fue el desparpajo de todos, saliendo en carrera por calles y callejones, mientras unos cuantos se escondieron entre los negocios del mercado. La marimba se mantuvo en pie; pero, el violón cayó al suelo y le pasaron encima botas, zapatos y caites, quedando solo las clavijas, las cuerdas y el puente que las sostiene. Esa misma noche, cuando todo estaba en silencio, se supo la mera verdad, pues el capitán recibió la orden de entregar el mando a la guardia cívica. Entonces, a la mañana del 21, metió su uniforme y su cachucha en un morral y se fue a una esquina a esperar la camioneta.

Por la mañana se celebró el primer cabildo abierto en la historia municipal de este pueblo, y el asunto que se trató fue que se le diera una limosna al teniente para que se fuera hasta el lejano municipio de El Rodeo, de donde era oriundo, pues no tenía ni para el pasaje. Todos los vecinos, muy humanitarios, estuvieron de acuerdo; pero, con una condición: Que solo lo dejaran ir si pagaba el valor del violón de don Lencho Colindres.

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