De lo normal a lo patológico

1967: Nuestra Guatemala de aquel momento

Pese al fatídico enfrentamiento que se vivía en todo el territorio nacional, las ciudades crecían; demográficamente éramos una sociedad predominantemente rural (70%) y con un crecimiento de población anual de 3.2.que según extensión de tierra cultivada tenía densidad elevada de 178 hab/km2. Presión demográfica en donde era fácil y frecuente encontrar analfabetismo, composición étnica heterogénea, distintos niveles de educación, salud, productividad. En fin, una dinámica demográfica favorecedora en su crecimiento, de lo rural y etnias indígenas; dinámica demográfica favorecedora de un acontecer social muy heterogéneo tradicionalista y costumbrista. Sin embargo, la población estaba muy lejos de estar distribuida uniformemente, y mientras que, en el departamento de Guatemala, la densidad estaba por arriba de 521 habitantes por km2, en el Petén, con una extensión de un tercio de la superficie del país, la densidad apenas resultaba cercana a 2 habitantes por km2. Para cuando obtuvimos el título de médicos, la población urbana en un 65% se asentaba en la capital, el 61% de hombres en edad productiva trabajaba en agricultura y un 18% en industria y el 50% de mujeres en edad productiva en comercio y servicios.

El desarrollo productivo de esa joven y rebelde población, mostraba un atraso de su economía, una exigua industria, y una producción agrícola medieval. El desarrollo Humano de un amplio sector era limitado en todo sentido y falto de un enfoque social con equidad y justicia que era gobernado por un conservadurismo político fundado en enriquecimiento ilícito y una sociedad tolerante a la violencia e individualista.  Todo se conjugaba, todo nos dañaba.

Pese a la fatídica gobernabilidad que vivíamos, en lo político, a nuestro ingreso a la USAC, se había emitido una nueva constitución y durante nuestra estancia en estudios generales (1965-66), vimos la creación del Banco de los Trabajadores, el establecimiento de salarios mínimos en el campo y la industria, la autorización del funcionamiento de algunas organizaciones sindicales. Pero a muestro ingreso a la Facultad de Medicina, había un estancamiento de la actividad política favorecedora de un desarrollo y la violencia política tomaba auge.

 

La organización del sistema de salud

La revolución sanitaria estaba en marcha en Latinoamérica y la profesión médica era desde mucho, el centro de gravedad de un sistema de salud, en torno al cual evolucionaban las demás profesiones sanitarias. Estas otras profesiones, entre las que se distinguían: cirujanos dentistas, químicos biólogos y farmacéuticos, ocupaban el rango jerárquico institucional más alto y en un rango jerárquico más abajo, enfermeros y enfermeras, auxiliares de enfermería, inspectores de saneamiento y comadronas, cuyos poderes eran mucho más restringidos y su derecho de prescripción muy limitado.

Ya desde entonces, se identificaba como problema central del sistema sanitario, la inequidad y desigualdades en todos sus campos. Problema que resultaba de esa estructura a la vez médico-centrada, compartimentada y atomizada, que determinaba un acceso a la atención inequitativo, porque la instalación de los médicos, no se regía por un cubrir el territorio entorno a la demanda y en función de ella asignar la oferta; por el contrario, había acumulación del recurso humano en la capital, generando desequilibrios en mucho territorio nacional que provocaba desigualdad de la atención y acceso a los servicios. En el fondo, la verdadera cuestión a más de lo económica para cubrir y sostener servicios, era que el poder público carecía de verdaderos planes de desarrollo humano, que le permitieran intervenir en la regulación de la medicina liberal, para garantizar la igualdad de acceso a la atención y lo poco que lograba implementar no era suficiente.

Entre la profesión médica y universitaria, ya se había alzado la voz: los análisis cuestionaban la estructura de las profesiones sanitarias, no solo en su calidad o pertinencia de la atención, que implica desarrollar la prevención y organizar un mejor seguimiento o, para usar el término establecido, un «cuidado global» del paciente, sino la organización de una estructura estatal, para que ello pudiera tener lugar. Una mejor prevención, debería llevar a reorientar el sistema nacional de salud que se había construido, que destacaba en el aspecto curativo de la atención. En este sentido, a pesar de los indicadores de salud en constante mejora, se sabía que las tasas de mortalidad evitables, seguían siendo relativamente altas y que la esperanza de vida y está sin discapacidad, afectaba a grandes núcleos de población. Bajo esas condiciones, desarrollar una ruta de atención más completa y mejor adaptada, presuponía un esfuerzo conjunto de Universidad y Estado; romper las barreras que aún separaban a las profesiones de la salud, promoviendo la cooperación, la coordinación y la institucionalidad de la salud en red, desde la formación académica.

Las reformas emprendidas por la Universidad en aquel entonces, habían supuesto en la facultad de medicina la mejora y reordenamiento de contenidos del pensum y la ampliación de sus áreas de práctica clínica, a una práctica social, con el fin de promover la cooperación de la profesión médica clínica con la sanitaria. La reforma se extendía a otras profesiones sanitarias, como odontología y Farmacia, servicio social. Acuerdos realizados entre profesionales de la salud, empezaban a operar entre Facultades, con transferencias de actividades o actos de atención y abriendo el debate, que se había vuelto ineludible, sobre la distribución de competencias, el reparto de roles y las condiciones para el ejercicio de las profesiones sanitarias más acorde con la epidemiología del país.

Hacía La conquista del conocimiento: Primeros pasos en la escuela de medicina

Aquel edificio amarillo era imponente: dos avenidas y dos calles, una manzana de terreno. Aquel edificio llamado desde antaño el paraninfo universitario, un enero del 67, recibió a la alegre muchachada que sería la generación de médicos del 72. Aquel edificio de concisos encantos para las generaciones médicas que nos habían precedido, era el albergue de dos facultades de ciencias de la salud: La facultad de medicina y la de odontología.

Si a nuestro ingreso a la universidad, usted ciudadano de ahora, hubiera visitado por el día o por la noche aquellas instalaciones situadas en pleno centro de la ciudad, se hubiera topado constantemente en los vastos corredores, o en los verdosos y floreados jardines o en las aulas, laboratorios, o el anfiteatro de anatomía o la biblioteca, con grupos de estudiantes caminando parsimoniosamente, tratando de romper el silencio de aquel recinto, con el murmullo de voces repetidoras de saberes de anatomía, fisiología, patología, histología, todas las logias. Y si su visita hubiera sido en horas hábiles, nos hubiera encontrado hacinados en laboratorios pequeños, oscuros y mal adaptados. Pero a sus reparos, nuestro eminente parasitólogo Romeo de León, hubiera lanzado a su cara no una disculpa sino un:  «Se da cuenta usted, que la naturaleza de la jaula, no determina el canto del pájaro«. La historia de la poca ciencia realizada en Guatemala, revela muchos ejemplos de admirables estudios de investigación llevados a cabo en esos laboratorios de la 13 calle entre la 1ª y 2ª avenida de la zona 1, en condiciones muy adversas y en donde también aquellos maestros, trataban de meternos toda la «erudición» e «investigación» de que eran capaces. Fue en aquel paraíso céntrico, donde recibimos clases, conferencias e indicaciones de nuestros maestros y sus auxiliares. Donde discusiones comprensivas con compañeros de trabajo, nos permitían transformar todas las logias de saberes, en sueños cercanos de grandeza profesional.

 

Creo que todos mis compañeros estarán de acuerdo en que, entre esas paredes, corredores y jardines, nuestras mentes se sentían libres de trabas, a pesar de que en ese espacio vivíamos, estudiábamos y discutíamos, mentes y corazones disímiles; unos alineados a la izquierda y otros a la derecha, todos en estrecha camaradería. Se sentía uno en plena libertad de aprendizaje y socialización. Cosa solo posible, cuando los grupos de promoción son pequeños como el nuestro, que no llegaba al centenar.

Aquella alegre muchachada: los pelones, los nuevos en el recinto del paraninfo, provenientes de una diversidad de medios sociales y económicos, expuestos a lo largo de lo que hasta entonces había sido nuestra vida, a modos y estilos de vida diferentes, nos reuníamos por primera vez por lo que sería cinco años. Aquel memorable día de ingreso, a partir de un bautizo de bienvenida consistente en un desfile bufo por toda la sexta avenida y terminando en un chapuzón en la fuente del parque Morazán bajo los ojos escrutadores de don Cristóbal Colón, la futura promo 72 nos considerábamos ya estudiantes de medicina.

Luego de una fiesta nocturna de bienvenida en que comimos, bebimos y reímos, a la mañana siguiente nos organizamos en grupos de cuatro a lo sumo de seis por cadáver.

¡Si! el curso de anatomía se dictaba sobre cadáveres. Era sobre esos cuerpos que en vida había pertenecido a pobres infelices indigentes; quince hombres y mujeres, donde empezábamos a indagar sobre la constitución del cuerpo humano y las relaciones que en el podíamos encontrar, de tejidos, órganos, y sistemas. En aquel lugar de amplio espacio y alto techo, a diario nuestro trabajo (medio cruel para muchos) consistía en ir separando arterias, nervios, músculos y observar sus trayectos, para entender cómo se entrelazaban todos ellos entre sí para configurar la organización del cuerpo humano. A diario la muerte nos enseñaba sobre la vida. Había algo de peculiar en esa enseñanza en pos del rastro de lo que la vida hacía con los humanos y que al final nos iba abriendo camino lentamente, para hacernos comprender lo que físicamente somos como un todo y en cada una de sus partes. Aun en mi memoria permanece la sonrisa de felicidad que se dibujaba en cada uno de nosotros, cuando terminábamos la disección de un nervio, una arteria un músculo de entender su trayecto y su relación con los órganos vecinos. Donde empieza, donde termina, con que se relaciona en su trayecto y por dónde circula.

Nuestra promoción médica 72, era de lo más demócrata, aunque algunos me corrigen y dicen heterogénea. En ella – ricos, pobres y medios; capitalinos y provincianos; solteros y casados, aunque un montón de unidos o por serlo- con distintas formas de pensar sobre la vida, la sociedad, el sexo y las drogas, nos uníamos a cualquier hora del día alrededor del cadáver que se nos había asignado y embrocados sobre ellos, juntando voces y mentes, recitábamos una y otra vez nombres, inserciones, vascularizaciones e inervaciones, olvidándonos de credos y procedencias.

Para que ocultar: a los pocos días habíamos perdido miedo a la muerte; el trabajo anatómico nos deslumbraba a la mayoría. La forma de enseñar y aprender nos entusiasmaba. Y así, aun llenos de balbucientes dudas sobre nuestro futuro dentro de las ciencias y artes médicas, durante aquel primer año nos dedicamos a conocer a profundidad, la gran teoría biológica de la organización del cuerpo humano, llamada en una palabra Anatomía. Ingenio, laboriosidad, diligencia y juicio, llenaban aquellas kilométricas jornadas de disección, estudio y memorización, que muchas veces se prolongaban hasta muy entrada la madrugada del día siguiente.

Pero aún había vallas que salvar de conocimiento: el mundo microscópico, fundamento y origen de la constitución del cuerpo, no se puede entender en un cadáver. Luego de terminada la lección de anatomía, al filo del mediodía, luego de recoger nuestros cadáveres, nos íbamos a almorzar y por la tarde atravesando el gran salón de disecciones, penetrábamos a un salón muy oscuro dispuesto con graderías. Ahí en tardes calurosas o frías, llovientes o secas, nos enterábamos a través de diagramas y notas hechas a mano por un profesor francés, sobre cómo un ser humano se formaba. Aquel patojo veinteañero; que, en lugar de ir a prestar servicio militar a extraños países y motivos ajenos, optó por migrar a Guatemala a enseñar; aquel joven médico con un español chapucero mezclado con su fino francés, trataba de enseñarnos a partir de la fecundación de un huevo, la evolución de células tejidos y órganos, desde la concepción, hasta en lo que acabaría siendo un varón o una hembra al momento del parto. Sus enseñanzas a mi entender y de muchos compañeros, era de alta complejidad; necesitaba de mucha complejidad imaginativa y cognitiva para comprenderse. La embriología era una entidad paradigmática, que nos hacía «migrar» de un área temática a otra; de una célula a otra, dando origen a diversos órganos con solo mutar de organización o de funcionamiento, de orden y secuencia. Comprender cómo se suceden e integran los fenómenos físicos y químicos, la morfogénesis, para consolidar al final de la gestación un bebé, una unidad, honestamente creo que solo de forma muy parcial nos fue entendible y aun conservamos muchos, muchas lagunas al respecto.

Nos era mucho más fácil, luego de esa hora de oír sobre folículo, mórula, blástula, tecas, ectodermo mesodermo, pasar respetuosamente entre los cadáveres del salón de disección, al local del otro lado del anfiteatro, donde nos esperaba el laboratorio de histología. Ahí pasábamos las siguientes horas del atardecer, ya sea oyendo hablar sobre organización celular de tejidos, sus diferentes partes y funciones o inclinados sobre los microscopios, abriendo y cerrando obturadores y oculares, ante el asombro de nuestros ojos que no cesaban de buscar, reconocer y memorizar constituyentes de las células y su organización, para dictar diagnóstico final de que era lo que veíamos. La picardía nos llevaba muchas veces a memorizar las formas de las laminillas, en función de la imagen macroscópica de la preparación: sencillo artilugio…para no perder el examen de promoción.

Muy de mañana, algunos días de la semana, en salones olorosos a madera y diseñados en forma de anfiteatro nos esperaba un curso especial, en aquel año muy especial: neuroanatomía.  Cátedra de honor que nos era dictada por el insigne médico y ciudadano: El doctor. Federico Mora. Aquel Maestro casi o aún más que octogenario, pequeño y de complexión recia, gran cerebro nacional en medicina, salud, educación y política. Mora se paraba ante nosotros y sin muestra de cansancio físico y sin mostrar duda alguna sobre lo que decía, por más de una hora, nos explicaba hasta en sus mínimos detalles la anatomía del cerebro y sus órganos “recitaba el cerebro” solíamos decir. Aquel insigne maestro, la cuestión estrictamente anatómica de su tema, solía enriquecerla con cuestiones lógicas, metafísicas, que nos permitía desglosar las tres funciones del alma humana (vegetativa, sensitiva, racional) permitiéndonos vislumbrar que todo ello era de importancia para la salud humana.

 

La cantidad de cosas que tuvimos que aprender y más aún, memorizar, con la certeza de que son casi el evangelio en la medicina de esas cátedras. La clase de anatomía una investigación comparativa entre lo que iba mostrándonos la disección de tejidos y órganos y lo que describían los libros y luego la reorientación del maestro al tomarnos la lección, la preparación echa en determinado lugar y órgano consistente en disecciones y demostraciones sobre el cadáver. La clase de histología aquel constante examinar de tejidos para entender como las células se organizaban y sus contenidos también en los llamados huesos y músculos, corazón, pulmones, cerebro, sangre. Embriología y neurología, tan teóricas. Como resultado de la observación real y el estudio de las descripciones, íbamos llenado un mundo teórico de la corporalidad del hombre. Recuerdo como nos aguijoneaban los “viejos” los estudiantes en últimos años -celosos de que mucho de lo que nosotros aprendíamos en ese momento eso ellos lo habían olvidado- y su sentencia hacia nosotros, aún resuena en mis oídos:  La esencia del trabajo significativo en medicina consiste en la observación, no en la teoría. No teníamos para donde: para avanzar teníamos que repetir. Ser primero teóricos médicos.

Alfonso Mata
Médico y cirujano, con estudios de maestría en salud publica en Harvard University y de Nutrición y metabolismo en Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán” México. Docente en universidad: Mesoamericana, Rafael Landívar y profesor invitado en México y Costa Rica. Asesoría en Salud y Nutrición en: Guatemala, México, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Investigador asociado en INCAP, Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubiran y CONRED. Autor de varios artículos y publicaciones relacionadas con el tema de salud y nutrición.
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