Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

El “huracán” Bukele, como algunos lo llaman, triunfó arrasadoramente en las elecciones legislativas el pasado fin de semana en El Salvador. Según los datos disponibles al momento de escribir esta columna, el partido que él formó, Nuevas Ideas, obtuvo más del 65% de los votos, constituyendo así una aplastante mayoría parlamentaria. La segunda bancada será la del partido ultraderechista ARENA, con catorce diputados según los cálculos disponibles. Y, en tercer lugar, el FMLN, con cuatro. Dichos partidos habían dominado el escenario político después de la firma de la paz, en enero de 1992, pero ahora se han convertido en insignificantes minorías. Salieron derrotados los criminales escuadroneros, con quienes se le ha identificado al partido de la derecha, así como los acomodados exguerrilleros que decidieron convivir con el sistema.

Sabemos que está de moda el uso del adjetivo “populista” para referirse a cualquier opción política que se quiera deslegitimar. Por esa razón no quiero calificar así al Presidente Bukele. Prefiero referir sus prácticas políticas, que sin duda son contrarias a las tradicionales.

Hace algún tiempo nadie hubiera imaginado a un Presidente parado en el pódium principal de la ONU, ridículamente tomándose selfies, como parte de su histriónica comparecencia.

Tampoco era imaginable que la comunicación política del poder Ejecutivo fuera hecha, fundamentalmente, a través de twitters, dando a conocer por esa vía decisiones de trascendental relevancia. En esta conducta, quien gobierna el “pulgarcito” de América emulaba al anterior gobernante imperial, el Sr. Trump.

La superficialidad reina en esta forma de ejercer el poder, apelando no a visiones estratégicas desde una propuesta programática seria, sino que a la construcción de imaginarios sencillos, recurriendo a una pedestre lógica que no requiere profundidad de análisis, sino que únicamente emocionalidad, sin negar que logra interpretar las reivindicaciones epidérmicas de la población (las que más se sienten).

Podría afirmarse, sin duda precipitadamente, que esta conducta significa “la derrota” de la política. La “antipolítica” la venció. El Salvador es el reciente y concluyente ejemplo de estas afirmaciones. Sin embargo, las mismas son falsas, aunque parezcan contundentes.

Su falsedad proviene de otra falacia, la que reivindica la supuesta desideologización de la desprestigiada política. La falsedad radica en que esa afirmación es, sustancialmente, ideología pura; pretende hacer creer que el status quo es eterno.

La raíz de todo este laberinto está en la mercantilización de la política y en la deslegitimación de lo público, para que, tanto el Estado como la política misma, se subordinen al mercado, es decir a los intereses privados que le son consustanciales.

El mundo cambió, se impuso la posverdad (“la mentira emotiva”).

Enfrentar esta alienación requiere la transformación de la política convencional. ¡Está pervertida y decrépita!

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