Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Hace ya bastante tiempo tuve un amigo que regularmente me contaba, más aún si mediaban experiencias etílicas, las conflictivas relaciones que tenía con su esposa, siempre celosa por lo que consideraba su propiedad.  Como mi paciencia era, cada vez menos, bíblica, lo escuchaba mientras consumíamos como jovenzuelos irresponsables lo que nos traía el mesero sin ordenárselo.

De todas sus desventuras recuerdo la que me refirió sobre la furia de su cónyuge al quedar en paños menores con la ventana abierta.  “¿Quieres que te vea nuestra vecina?”, le reclamó.  Razón suficiente para que se librara una batalla (otra) a las que nunca pudo acostumbrarse. Así, partió de su casa un día sin que, hasta ahora, que yo sepa, haya regresado.

Cuento la historia, no por razones chismográficas, sino para establecer el celo a la privacidad que demostramos a veces circunstancialmente.  Las del vecino quisquilloso que no permite el estacionamiento frente a su casa o la de los cascarrabias que se molestan por los presuntos daños a su jardín por la cagada de un perro, por ejemplo.  Aceptémoslo: somos medio dementes cuando se trata de afirmar lo propio.

Lástima que no siempre.  En materia de navegación por las redes somos tolerantes “in extremis”.  Sabemos, claro que sí, que Facebook, Instagram, WhatsApp y Google (toda la compañía Alphabet en general: YouTube, Android, Nest… et al.) saquean nuestro datos para comercializarlos, sin embargo, lo ignoramos porque, según nuestra sabiduría de tontuelos, “no tenemos nada que ocultar”.

Si fuéramos consecuentes con ese celo por lo que nos pertenece, ni siquiera usáramos celulares con sistema operativo Android, borraríamos el buscador de Google, pondríamos restricciones a nuestra navegación y hasta demandaríamos a Mark Zuckerberg.  No más cagadas de perro en nuestro jardín ni carros invadiendo la propiedad frente a nuestro hogar.  Pero no sucede así por un doble rasero extraño que marca nuestro carácter.

Nos revienta el extraño del semáforo que limpia nuestro carro sucio, pero somos indulgentes por daños que no percibimos.  Imaginamos que no somos blanco de vigilancia y si lo somos nada nos va a pasar.  Abrigamos sentimientos mágicos creyendo que la providencia nos cuida de los algoritmos malévolos de las redes sociales.  Dios es el antivirus que necesitamos contra los malos informáticos.

Ya es tiempo que seamos serios y despertemos de la fantasía.  Cuidemos nuestra información, no permitamos que la usen con fines de lucro o con intenciones de manipulación y control.  Sí, no seamos impúdicos en nuestro afán exhibicionista con los vecinos, pero, sobre todo, tengamos control sobre los datos que pueden usar las compañías o los gobiernos a veces para hacernos daño… también a nuestros hijos.

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