Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera
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Los mitos cosmogónicos crearon y concibieron al hombre de maíz, de barro, de madera. Pero corriendo el tiempo –poco ciertamente si lo arrostramos con los millones de años que tiene la Tierra- los cultivos de la historia han producido un “homo nuvus”, pero esta vez –en 2021- de plástico.

Una cultura de plástico –como en la que estamos inmersos ya en Guatemala- sólo puede engendrar un hombre de plástico, de baquelita pura, que rime mejor con la gran fantasía que es toda confección humana: un solipsismo de cada uno y de nadie.

De tarde en tarde y cuando considero que el grupo de alumnos se ha internado lo suficiente ya en mis códigos y en mis claves como para entender, o al menos intuir, la sorna y la ironía de mis paradojas, les echo la teoría, no de que este (como decía Voltaire) es el peor de los mundos posibles –para burlarse de Leibniz- sino algo aún peor: que este mundo y su llamada cultura no es sino una tragicómica risotada de ficción como si se tratara de un absurdo cuento de Kafka, resuelto –para terminar de embromar- como uno de los “trabalenguas” teatrales de Ionesco…

Lo peor que puede experimentar un guatemalteco de misa dominical, de creencias folklóricas, acaso de por La Parroquia o la Candelaria (barrio de Asturias, también muy piadoso) es el vértigo que le puede producir la exposición de una duda (dicha por alguien con desparpajo y sin ápice de mojigatería) y que de alguna manera le azote el piso de su fe y de sus creencias puras y puritanas.

El hombre tradicional de La Candelaria o de Molino de las Flores –influido por pastores y curas- cree que este –y de acuerdo con Leibniz- es el mejor de los mundos posibles. ¡No faltaba más!, si esta hecho por Dios. Mundo donde el Orden reina, donde todo tiene una razón de ser y una causa y donde también todo efecto exige la Causa que lo ha motivado, que lo ha concebido. ¿Y por qué no?, si también los de La Cañada –que se imaginan muy instruidos- creen aún y a pie juntillas en Satanás, en sus pompas y en sus obras y también hacen y piensan lo propio.

Cuando suelto mis paradojas y dilemas a volar algunos muy maduritos ya –no importan si son de la zona 5, 6 o de la 14, me miran acongojados como diciéndome ¿y para esto vinimos a la Universidad? ¿Para que un incrédulo como usted nos diga que el conocimiento acaso no sea posible, que los sentidos y la razón nos engañan y que no hay modo de demostrar completamente la ley de causalidad, que daría orden al Universo-mundo, porque no existe manera de verificar cuál es la causa de la última Causa…?

Estos que me reclaman así quieren seguir siendo
hombres de plástico y duroport. Quieren seguir creyendo en las viejas ficciones y desean también poner toda su fe en los mitos de este siglo y del pasado, cuyo desgaste es mucho mayor que los repretéritos.

La mayoría de mis alumnos –como la mayoría de mis lectores- están seguros (y morirán plácidamente engañados, sólo morir les falta) de que viven en un mundo “seguro”, dentro de una vida planificada por Alguien desde hace siglos y, sobre todo ¡sin casualidades! (el hombre no es el lobo del hombre) y que todo lo que se aprende en los libros y dicen los maestro y escritores -que no son como yo, el Incrédulo- es seguro, indiscutible y verificable. Y cuando yo –tratando de acercarlos a la sabiduría que es la duda radical- les digo que el hombre es malo (mucho más que los animales carniceros y carnívoros) que este mundo no tiene sentido y que después de la muerte no hay nada más y que sólo podemos esperar los paletazos o paladas del enterrador sobre el ataúd (del Incrédulo), me miran atónitos y hasta escandalizados y se peguntan –mis alumnos o mis lectores- si soy un demonio blanco.

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