Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz Lemus

Despertar de una pesadilla tiene siempre alguna dosis de angustia. Así le pasó aquella noche, de la que ya en vigilia recordaba vívidamente lo que en sueños se le había aparecido.

Habían mandado al destierro las almas, y los hombres actuaban como autómatas desalmados, sin identidad y sin reconocimiento solidario de los demás. Los valores eran despreciados, a veces ni siquiera recordados.

El destierro de las almas fue por todas las incomodidades que da la conciencia. Era demasiado el trámite de la ética y el auto control; y parecía más tentadora la sensación de que nadie tuviera que responder por sus actos.

Construían un mundo triste del que no se percataban. Todo era vulgar, exagerado y extravagante, y la esclavitud a las formas había acabado con cualquier contenido profundo. A eso conducía una excesiva discrecionalidad, atenida al egoísmo y las sensaciones, sin ver el daño que hacía. La envidia no era porque alguien tuviera lo que ellos no, simplemente les irritaba que alguien tuviera lo que a ellos hasta podría sobrarles.

Aunque no eran conscientes, los enajenados eran listos, hasta geniales a veces. Con creatividad y opinión para todo, y alimentando las arcas del dinero, el poder y el prestigio, era difícil que quisieran detener el fenómeno global que se hizo endémico.

Adoraban sus creaciones repudiándose a sí mismos; se trataban como desechables y se desechaban.  En algún punto llegaron a fantasear con máquinas omniscientes y omnipotentes que tomaran el control de todo, como si tuvieran vida. Tampoco eran tan creativos en eso; eran ideas que sus antepasados habían tenido a través de los tiempos, pero ni por eso caían en la cuenta de su humanidad.

Como en cualquier distopía, se llenaron de falsos profetas, inventaron dioses, algunos oscuros y otros de luz. En realidad, no los inventaron, solo dieron nombre diferente a lo que siempre había estado ahí.  Todo era más de lo mismo.

El asunto estaba claro, sin amor propio no podían ser empáticos. No creían en nada ni en nadie, ni siquiera cada uno en sí mismo. No podían con la oscuridad de todos porque no eran conscientes de la propia, y cada uno se sentía víctima de los demás, sin asumir que todos eran victimarios.

Eran tantos, que matar pasó a ser, literal o metafóricamente, una de las monedas de curso legal. Campeaba la corrupción, favorecida por monopolios que imponían que solo algunos decidieran con la obstinación de la maldad y la perversidad.

Miedosos en el fondo, cargados de rabia y resentimientos, se entregaban a la locura de rechazar la realidad; y afanados por el placer renunciaban a la felicidad sin producir nada dentro de sí, con holgazanería insoportable.  Se llenaban de todo y no daban nada.

Todos estaban reducidos a sentir emociones fuertes, sin conciencia de que muchas emociones mejor asumidas podían ser menos dolorosas y hasta no estar presentes; pero nadie quería sentir que no sentía nada.  La tranquilidad era lo más despreciable, y se confundía con no valer nada o estar muerto en vida.  A lo temporal le decían definitivo y a lo definitivo lo menospreciaban como intrascendente, y con esas premisas tomaban sus decisiones.

Las almas se revelaron y empezaron a invadir a los hombres intentando llegar a su conciencia, pero no podían hacerlo en su pensamiento, no hubieran podido ante tanta alienación. Lo hacían a través de los sueños. Eran horribles pesadillas de exposición, persecución y muerte. Cada vez soñaban más; eran sus propias almas desterradas que los atormentaban subterráneamente.

Despertar no fue agradable. La advertencia de que lo normal y lo anormal no tienen límites precisos, y que crecer no es acumular sino construirse, era inquietante. Tener que debatirse entre el conocimiento de lo que es necesario y la conciencia de lo que es posible, no lo entusiasmó en lo más mínimo.

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