Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz Lemus

Todavía era muy pequeño, y eso era un factor fundamental para su desenvolvimiento. Hasta podría decirse que, para entender a un niño, lo primero que se necesita es saber qué es un niño.

Pero basta ya de tanta retórica, el caso es muy simple. El niño de la historia se sentía muy cercano a su padre; con ganas de quererlo, como ocurre con todos los que empiezan a vivir la vida, aferrados a una fuente de seguridad natural en la que se pueda confiar plenamente.

Cuando le preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, el niño sin chistar respondía que él quería ser jefe, y no ahondaba más. Había que cuestionarlo sobre el tema y solamente agregaba que sí, quería ser jefe como su papá.

Con frecuencia acompañaba al padre a trabajar y lo veía en acción. El señor era encargado de una garita y llevaba el control de una barrera vehicular, para detener y dejar pasar los autos previa identificación. Cada vez que subía la talanquera para que pasaran los visitantes, desde cada vehículo los conductores con educación le decían, “gracias jefe”. Era lo que escuchaba el niño todo el tiempo, y de ahí que de grande quisiera ser jefe.

Como dije, la historia es simple y propia de un niño. Mi interés en este punto es destacar que los adultos muchas veces, tenemos un nivel emocional parecido y por lo mismo es causa de confusiones, conflictos y decepciones. Quiero decir que no se puede ser un niño toda la vida.

Hasta donde he podido entender, encuentro que hay dos vías que pueden generar equívocos importantes. La primera, que se ha aprendido a pensar de cierta manera, con convicciones inflexibles. Tanto que, al estar expuestos a algo, tenemos una idea preconcebida de lo bueno o malo de aquello y damos una respuesta emocional consecuente. La que sigue es ser animosos y tomar decisiones arrebatadas por la forma en que sentimos frente a algo que a lo mejor no es lo que nos parece, pero somos rígidos e inflexibles y vemos algo como malo, aunque sea bueno y viceversa, solo porque así aprendimos a verlo. Voy a decir aquí, que se renuncia a la abstracción y el discernimiento, reducidos con esclavitud a las formas concretas de las cosas y a la costumbre.

Esto tiene que ver con convicciones predeterminadas y expectativas que no se adaptan juiciosamente a la realidad. Con su proverbial rudeza, Federico Nietzsche sostuvo alguna vez que toda convicción es una cárcel. Menos severo fue su paisano Bertolt Brecht, aunque se refería a lo mismo diciendo que las convicciones son esperanzas.

La segunda vía es tener emociones que no se entienden, y en un esfuerzo por no parecer un desquiciado, buscar a la carrera ideas y pensamientos que justifiquen lo que se siente, con el desafortunado resultado de parecer un desquiciado, por lo ilógico que suele ser el pensamiento cuando está presionado por el ánimo.

Ponerse en contacto sincero con los sentimientos es una tarea titánica que se dice fácil, pero lleva toda la vida para lograrse. Miguel de Unamuno concluyó profundamente al respecto que “hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento”.

Con frecuencia vivimos la incongruencia de un desequilibrio entre la inteligencia, el ánimo y la voluntad; con dificultad para controlar las fantasías racionalmente. Podemos vivir con el ánimo abatido o exaltado sin justificación en la realidad, y a menudo lábil, cambiante y por lo mismo inconsistente. El caldo de cultivo ideal para ser irreflexivo e impulsivo.

Todo se reduce a concluir sin prejuicios y entendiendo de antemano que cada situación por clara que parezca a priori está inmersa en un contexto y un sinnúmero de circunstancias que condicionan una cosa u otra, y que obligan a entender que la mejor respuesta ante cualquier dilema debería ser, “depende”.

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