Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Adrián Zapata
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Ni por asomo soy crítico de cine. Abordo este tema desde el atrevimiento que me permite el ejercicio de la libertad de expresión. Cuando vi la película a finales del año pasado, me pareció un tremendo alivio tensional poder disfrutar un film carente de esa neurótica acción que te mantiene sin respiro desde el comienzo hasta el final en las películas “de acción”, que predominan en la oferta cinematográfica. También es sabroso prescindir de la multiplicidad de colores y poder tranquilizar la visión en el blanco y negro, con todos sus matices grises, de la pantalla.

En todo caso, el talentoso mexicano Alfonso Cuarón, director de Roma, se tuvo que conformar con los premios a mejor película de habla no inglesa, mejor fotografía y mejor dirección.

Pero, a mi juicio, lo más relevante de esta producción cinematográfica fueron los temas que logró ubicar en el debate que provocó.

Revivió el México de finales de la “década de oro”. No la califico así necesariamente por los logros que obtuvimos quienes podemos caracterizarnos como la generación del 68, la que soñó con cambiar el mundo a lo largo de la geografía latinoamericana e, inclusive, mundial. Sin duda los sueños no se realizaron y el resultado ha sido un despertar de pesadilla, ya que estamos heredando un mundo lamentablemente peor del que recibimos.

Roma destapa las congojas sentimentales y sociales de una clase media en degradación, subrayando el rol de la mujer en mantener la nave familiar navegando en un espejismo de tranquilidad, cuando realmente lo que existe es un mar de turbulencias.

Pone en primer plano las historias de vida de las empleadas domésticas, cuyas vidas transcurren al interior de las cuatro paredes que resguardan el ámbito privado que cotidianamente reproduce las condiciones que hacen posible el desempeño público de los integrantes de la familia. Y esto ya es meritorio. Sin barrer, trapear, cocinar, lavar trastos, lavar y planchar la ropa y hasta cuidar a los niños, sería imposible la proyección pública de quienes tienen tal posibilidad de trascendencia. Visibilizar el trabajo doméstico y a quienes lo realizan me parece que es el principal logro social de esta película.

Roma no idealiza al actor popular y marginal. Está clara la cooptación de muchos de ellos por las opciones fascistas que hacen el trabajo sucio de mantenimiento del sistema, papel de esbirros que asumen los cooptados hasta con depravado orgullo.

Quisiera resaltar la aparente armonía que reina en la casa entre los patronos y las sirvientas (así, con esa grosera palabra). Ellas, dado el “buen trato” que reciben, podrían considerarse a sí mismas como “parte de la familia”. Esta observación no pretende dejar de valorar el buen trato al que tienen derecho. Es simplemente una reflexión sobre lo que se oculta bajo la alfombra de esa “armonía familiar”. Al final de cada día, las trabajadoras domésticas salen de la casa y se instalan en la marginalidad física y social del “cuarto de servicio”. Eso resume la inequitativa realidad que Roma no cuestiona.

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