Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Cuando por la calle vemos indigentes que se acercan para pedir algún dinero, muy difícilmente vemos más allá de lo que en ese momento es evidente. Usualmente no nos detenemos a pensar que tal vez esas personas han tenido una vida muy distinta a la que, momentáneamente, podemos apreciar en ese instante. Hace algunos años, viajando con mi padre por una popular avenida de Los Ángeles, California, nos detuvimos un momento en una gasolinera para comprar combustible. “Voy a comprar gasolina, esperáme un momento” me dijo, mientras descendía y se dirigía a pagar. Luego lo vi, a través del vidrio, acercarse a la bomba y empezar a llenar el tanque. Del otro extremo de la gasolinera, mientras tanto, un indigente se acercó tambaleante hasta donde mi padre se encontraba. Yo no podía escuchar lo que decían, pero pude suponer que el recién llegado solicitaba algún dinero mientras contaba alguna de las historias que solemos escuchar en esos casos. Mi padre, metódico y de pocas palabras como es, terminó de servir el combustible, puso el tapón del tanque, y, sonriendo, se puso a conversar con aquél indigente unos minutos que para mí se tornaron larguísimos. Al cabo de unos instantes, mi padre metió la mano en su bolsillo y extrajo un par de billetes que entregó al indigente. Y sin inmutarse por el aspecto y suciedad evidentes de quien pedía, lo abrazó despidiéndose de él con una leve palmada en el rostro. El gesto (no lo niego) me desconcertó. Mi padre volvió al auto y encendió el motor empezando el regreso a la avenida que nos llevaría a la autopista, a muy pocas cuadras de donde estábamos en ese momento. “¿Viste al muchacho que se me acercó en la gasolinera?”, me preguntó cuando estábamos a punto de entrar en la autopista. “Sí”, contesté, “¿lo conocías?” me respondió afirmativamente, y empezó a contarme que no lo había reconocido inmediatamente, pero lo llamó por su nombre y eso hizo que lo viera directamente a los ojos, buscando más allá de la barba y los harapos que vestía, para encontrarse con un joven que años atrás conoció en la empresa donde él, mi padre, entonces trabajaba. “Un día desapareció y no volvió a presentarse a trabajar –me dijo–, la empresa lo buscó pero había dejado el apartamento donde vivía. No volvimos a saber de él y pasado el tiempo nadie se preocupó por seguir indagando su paradero. Él fue mi compañero de trabajo. Un muchacho sencillo con quien siempre me llevé bien y a quien nunca imaginé que vería en esas condiciones. Le ofrecí ayudarlo, pero no quiso. Trataré de pasar de vez en cuando por este mismo rumbo para insistirle, a ver qué pasa”… Hace pocos días me acordé de aquél momento. Llamé a mi padre para preguntarle qué fin había tenido la historia. Y me contó que a pesar de haber seguido pasando en reiteradas ocasiones a esa misma gasolinera de la Avenida Western, nunca ha vuelto a ver a aquel joven indigente ¿?

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