Eduardo Blandón

La historia de Guatemala se ha teñido una vez más de sangre. La calamidad reciente nos ha tocado y, por desgracia, la peor parte se la han llevado los pobres, los abandonados que habitan la marginalidad. Solo ahora nos hemos acordado de ellos, socorriéndolos en nuestro afán por devolverles la humanidad perdida al pertenecer al universo fantasmal de nuestro tenebroso país.

Los hermanos en desventura solo episódicamente tienen vida propia. Primero en las estadísticas, donde recurrentemente existen de manera abstracta e inasible, perceptible solo por las agencias internacionales y los que trabajan en organismos de planificación como Segeplan. Son entes que revelan desencarnadamente una realidad que no toca a los obreros de los números ni a los políticos. Una cifra, desafortunadamente y para nuestra vergüenza, sin contenido.

En segundo lugar, los desvalidos se visibilizan en los eventos electorales. Los políticos los perciben y, cortejándolos con falsedad, hablan en su nombre. De súbito, se hacen rodear de ellos y se dejan abrazar. Inesperadamente, explican que sus vidas carecerían de sentido si no fuera porque sienten la intolerancia de la pobreza, la injusticia y la desigualdad. Evocan su pasado de familia marginal, un antepasado de migrante europeo, un abuelo obrero, para decir que conocen en carne propia la pertenencia a los de abajo. Todo, claro está, con una verborrea que atrapa al auditorio desprevenido e ingenuo.

Por último, como usted ya sabe, la clase desfavorecida resurge en los cataclismos provocados por la naturaleza. Solo que ahora su aparición se vincula con la muerte. Entonces, ocurre lo esperado, unos viviendo las circunstancias con sentimientos de auténtica humanidad; otros, viendo oportunidades a granel para saquear y robar, ganar popularidad o hundirse para siempre en la vida política.

Dice el evangelista que Jesús afirmó que los pobres siempre estarán con nosotros. Pero no explicó la naturaleza de ese “estar”. Quizá porque daba por descontado el valor de los pobres en su experiencia apostólica. Importancia olvidada en nuestros días, sumidos por una escala situada en las antípodas del discurso evangélico. Los pobres siguen siendo, eso sí, los “anawines” posmodernos cuya única riqueza y esperanza última es Dios. Más allá de ello, poco consuelo pueden esperar de nosotros.

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