Adrián Zapata

Nadie puede quedarse leyendo eternamente la misma página de un libro, pero no debe pasarla sin haberla leído.

Finalmente murió Ríos Montt, controversial personaje que desata odios y amores. Gobernó autoritariamente durante los años más cruentos de la contrainsurgencia. Es para muchísimos guatemaltecos y para la comunidad internacional, un símbolo de la barbarie que ocurrió en este país durante los duros años del Conflicto Armado Interno. Fue tan dramático lo sucedido que fácilmente se le identifica al pueblo guatemalteco como víctima del crimen de crímenes, palabras con las cuales se califica al genocidio.

A esas dos dimensiones relacionadas con el deceso de Ríos Montt me referiré en esta oportunidad.

Primero a la perpetración de genocidio del cual se le sindicó al ahora fallecido. A mi juicio, son suficientes los hechos evidenciados durante esa época para tipificar como delitos de lessa humanidad las atrocidades cometidas por el Estado de Guatemala, a través del Ejército, en contra de la población civil no combatiente. Quitarle el agua al pez fue la máxima que aplicaron, entendiendo como pez a la guerrilla y como agua al pueblo que real o supuestamente la apoyaba. La intencionalidad es el elemento fundamental en la tipificación del delito de genocidio y, en el caso de Guatemala, fue el odio anticomunista, inculcado hasta el tuétano del Ejército, lo que motivó la represión, la tierra arrasada y todos los horrores de la contrainsurgencia. Y ese odio anticomunista fue la esencia de la formación de los militares guatemaltecos, inyectado desde acá por los poderes tradicionales o bien desde las escuelas de entrenamiento en las cuales se les formaba en los Estados Unidos. Estaba claro que para el imperio era fundamental proteger su seguridad nacional fuera de sus fronteras y que, enfatizado en esa época por la Administración Reagan, había que detener, a sangre y fuego, el avance del comunismo en Centroamérica, incluyendo, por supuesto, Guatemala. Su instrumento para ello fue el Ejército guatemalteco. Para eso lo formaron y capacitaron. No se trataba de acabar con los indígenas, se imponía la decisión de terminar con los comunistas, entendiendo como tales a los integrantes del movimiento revolucionario y a sus bases políticas y sociales, reales o supuestas por la oficialidad castrense. Aldeas completas fueron arrasadas, incluyendo hombres, mujeres y niños. Había que terminar con esa población y debía sembrarse el terror que paralizara el apoyo a las guerrillas. La historia no debe tergiversarse, no hubo genocidio, pero sí delitos de lessa humanidad. Por algo estaba el Embajador de los Estados Unidos sentado en primera fila aplaudiendo el juicio por genocidio contra Ríos Montt.

El segundo aspecto al cual me quiero referir es la profundización de la polarización que provoca la muerte del exdictador, especialmente en esta coyuntura donde priva la agudización de las contradicciones y se pretende revivir, en la lucha contra la corrupción y la impunidad, las definiciones ideológicas del pasado. La justicia debe prevalecer, tanto en el enfrentamiento a esos fenómenos, como también en la dilucidación de lo que sucedió en el pasado contrainsurgente que sufrimos. Pero la justicia debe ser transicional, es decir que debería hacernos transitar hacia la reconciliación y la paz. Y eso no está sucediendo. La muerte de Ríos Montt revive el pasado, aun no superado, y nos antagoniza aún más.

Guatemala necesita reconciliación, a la par de justicia. Necesitamos concertaciones nacionales para enfrentar los problemas que tenemos. Pero no caminamos en esa dirección, vamos exactamente al revés, ahora utilizando, ambos bandos, el cadáver del exdictador para atizar el fuego.

Artículo anteriorNuestra memoria vive, la lucha sigue
Artículo siguienteEl sector privado y las artes