Luis Fernández Molina

Desde que David la consagró como capital su reino y también como sitio del (primer) Templo, todos reconocieron la trascendencia de Jerusalén. Era claro que esta ciudad tan destacada era pieza apetecida por sus muchos enemigos, de allí sus grandes murallas; más de 30 profecías bíblicas advierten sobre la destrucción y ruina de la ciudad, destacan las advertencias de Jeremías, Ezequiel, Samuel, pero hay también de Daniel, Nehemías, Miqueas y otros. Cabe recordar las palabras de Jesús cuando anticipó su inminente destrucción (Lucas 21, 24). Es que Jerusalén es la joya engarzada en un país, Israel, que parece en medio de dos gigantescas mandíbulas. Dos civilizaciones que han prevalecido a lo largo de las centurias con algunas transformaciones en las épocas: en el norte los Hititas y el sur Egipto de los faraones; con el tiempo se fueron convirtiendo en el Egipto árabe y el Imperio Otomano o turco (al que la región que estuvieron sojuzgados por muchos siglos hasta la Primera Guerra Mundial). A esa presión se le agregan los ricos imperios del este, Asiria, Babilonia y Persia y por el oeste las constantes invasiones provenientes del mar.

En el corazón está Jerusalén, la ciudad Santa. Era una urbe próspera, cosmopolita en la que convergían diferentes culturas y donde cruzaban caravanas comerciales. Pero algo más, era la cuna de una nueva forma de entender la divinidad, era un concepto que redundaría en una nueva manera de entender la realidad, ideas que habrían de cambiar el pensamiento de occidente y el curso de la Historia. Entre esos milenarios muros germinó el monoteísmo.

Era la ciudad del culto y de obligada peregrinación de todos los judíos de la región y de los que habitaban en toda la cuenca oriental del Mediterráneo (Egipto, Libia, Grecia, Anatolia). Lucas nos recuerda que la familia de Jesús peregrinaba “todos los años para la pascua”. Marta y María, y su conocido hermano Lázaro vivían en Betania, a 3 kilómetros de Jerusalén y eran muy amigos de Jesús; es claro que Jesús constantemente viajaba a esa ciudad desde su natal Galilea. No perdamos de vista que se le conocía como el Galileo o el Nazareno. En ambos casos se hace referencia a las provincias del norte. El lugar materno es Nazaret y el lugar que escogió para su residencia era Cafarnaúm. Desde ese lugar organizaba sus giras de enseñanza u también desde ese lugar viajaba a la ciudad Santa, una vez al año. Un viaje largo que habría tomado 6 o 7 días atravesando Samaria que tiene unos parajes desiertos y poco propicios (hoy territorio palestino ocupado).

Por lo mismo, con ese apego a su ciudad es impensable que los judíos la hayan abandonado voluntariamente. Por el contrario, las distintas fuerzas invasoras hicieron que la desocuparan; en otras palabras, dispersaron a todos los habitantes. Una tragedia colectiva que se repitió a lo largo de los siglos. Un escenario diferente al mundo de los mayas; al día de hoy los arqueólogos e historiadores no tienen en claro por qué los habitantes dejaron las grandes ciudades como Tikal, Chichén Itzá o El Mirador. La teoría dominante es que las abandonaron, pero no hay coincidencia en cuanto a la razón que provocó ese cataclismo maya. En todo caso parece que fueron desocupaciones voluntarias, aunque posiblemente forzadas por hechos externos como hambrunas, guerras y epidemias.

Los primeros invasores de Israel fueron los asirios cerca del 732 AC, que atacaron sobre todo la región de Samaria. Luego llegaron los babilonios siguiendo las órdenes del terrible Nabucodonosor, que tomaron de cautivos a casi toda la población.

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