Mario Alberto Carrera
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Muchas veces he contado en estos Diarios, que también son memorias, las veces -pero sobre todo una- que he estado a punto de largarme de Guatemala, con la intención de no volver ¡jamás!, como Eneas. Y por eso envidio tanto a Eneas: por su determinación. Tuvo el corazón suficientemente duro para dejar a alguien que de veras lo quería (más de alguna me ha querido así) la reina de Cartago, Dido, que se suicida por él -por su abandono- por quien llegaría a ser fundador de Roma. Abandonante de Troya -que asimismo deja atrás sin remordimientos- y en ese gesto y periplo, hace descender a los romanos de los troyanos, en especial a los lulius o Julios. Un destino que cumplir, pero que ha de emerger de la garra que se desprende tajante y valerosa. Un vigor y un valor del que carezco, asido a Guatemala por aprensión a lo desconocido.

Yo soy héroe (o antihéroe) de novela, pero no de épica. De épica lo fueron Ulises (el que por poco no regresa a Ítaca) o eneas, el que no retorna nunca más. ¡Qué espantosa envidia la mía sumido en los miasmas guatemaltecos! Yo soy un “héroe” mediocre de novela igual que Leopoldo Bloom o como su pareja narrativa, asimismo del color del moho y de las lamas verduzcas: Stephen Dedalus.

Pero no me comparo siquiera con el segundo sino con la similitud cobarde que guardo con el segundo: Leopoldo, porque es menos que cualquier cosa, que un hombre sin atributos de Musil. Al menos Stephan había ido a París con la determinación de quedarse, mientras que Bloom (en su aletargado e inmutable nido de Dublín-Guatemala) no era nada más que un ajustado y temeroso vendedor de anuncios clasificados, para un importante diario de la capital de Irlanda. Y esto he sido yo: un anunciante de la muerte y un paralizado, en el terror de Guatemala que, como el personaje central de Joyce, está incapacitado para navegar entre espantosas tormentas marinas, como el huevudo de Colón, ambicioso si los hay. Si no que me contento con navegar por las cloacas -que son las avenidas y bulevares de la “capirucha” de nuestra Capitanía General- tratando de encontrar -imitando a Diógenes, pero a Diógenes “el perro”- al igual que todos los de la secta de los Cínicos, de encontrar un ser humano ¡un solo ser humano!

Creo que soy el único profesor de literatura de este lugar del genocidio militar, que se ha atrevido a dar un curso monográfico sobe “Ulises” de James Joyce. Pero no ha sido por inteligente sino por cobarde, identificado en la cobardía del rey de Tebas. Me parezco tanto a Leopoldo Bloom. Él es “el otro” en mí y yo “el otro” en él. En su “pegazón” por Dublín, igual de patológica que la mí “pegazón” por Guatemala, mala conmigo a ultranza: madre castrante.

Yo sólo resisto muy poco tiempo fuera de este lugar, con excepción de los años atormentados que viví en Roma y Bogotá. Y el terrible que subsistí en Madrid sostenido en las muletas de la Epigramática.

Cuando me veo en el recuerdo de aquellas capitales, me regresa también la idea amarga de que debí haberme ido para no regresar jamás al patíbulo escénico de mi país inmutable, el que siempre es igual. Y usted me dirá, lector, con una sonrisa retadora, apacible y lejana y tal vez hasta con burla por tanto quejido: ¿Y por qué no lo hace, quién lo detiene, a quién debe dar cuentas? Y yo le tendría que contestar con la cabeza baja. Porque no puedo. Porque este país es acaso mí bendición, pero sin duda mi maldición. La maldición del que detesta su raíz, pero que está tan enterrada que no será feliz sino hasta jalarlo a la tumba.

Y así será. ¡Y aquí en Guatemala!

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