Juan Jacobo Muñoz

-¡Haceme feliz! Así le dijo uno al otro.

La petición era bastante aventurada, pero la respuesta del otro fue peor. -¡Vaya!

No soportamos estar solos. Esa idea de la soledad es lo que angustia. Es algo así como no significar nada. Se vivencia en hechos tan concretos como no sentirse reconocido por alguna persona particular y se interpreta como no existir.

Solamente un bebé tendría derecho a sentir que no existe si no hay alguien a su lado. Obviamente la solución pasa por la ganancia de confianza e indudablemente por la identidad. Gracias a esta última, podemos saber quiénes somos, cómo funciona el mundo, cuál es el papel de los demás y qué podemos esperar de las cosas. Y gracias a todo eso, podemos vincularnos sentimentalmente sin esperar lo que no se puede esperar.

La solución a la sensación de no existir, no es la que usualmente se practica. Queremos sentir que existimos y lo buscamos tratando de ser parte de la vida de otro. La solución es existir y punto. Ni siquiera es cosa de ir a manufacturarse, solamente es aceptar que existimos, que somos desde el principio y solo cabe mejorar y alcanzar la individuación.

Queremos gustar, nos gusta gustar; pero no nos gustamos. Y en esa suerte dismorfofóbica nos convertimos en parte del montón que no quiere ser del montón.

Vuelvo y digo, queremos sentir que existimos. Quien le tiene miedo al vacío existencial le tiene miedo a la nada y le tiene miedo a la muerte, por eso funciona en el caos. O como dijo William Faulkner, “entre el dolor y la nada, escogería el dolor”. Mejor que duela que ser ignorado. Tal vez por eso, cuando la gente se separa siente que se muere.

Hay que distinguir entre capacidad de amar y necesidad de ser amado. Pueden confundirse fácilmente porque las dos se cocinan en el afecto y en las dos hay gente rondando. No en balde muchas uniones sentimentales son más bien arregladas, y se comportan como asociaciones ilícitas de fines espurios.

¿Cuál podría ser el ideal de tanta gente que permite ser tratada con tanta saña? Difícilmente quería ser autodestructiva, pero igual, así se plantea. Cuidan tanto su imagen que solo la descuidan, que paradoja; y creyendo que ganan no advierten que pierden. Queda el consuelo de una nueva oportunidad, pero la vida no siempre es tan indulgente. No podemos seguirle llamando amor a cualquier cosa.

Recuerdo haber aprendido que cuando la hembra de la langosta está lista para el apareamiento, se acerca al refugio del macho. Ambas langostas envían señales químicas infalibles y realizan un ritual que dura varios días; y cuando ella está lista, contrae el cuerpo blando en su exoesqueleto y sale de su caparazón. Su cuerpo desnudo es suave y la unión se da suavemente para que el macho no la lastime. Después de ese momento, el macho protege a la hembra por una semana hasta que le crece un nuevo caparazón. Tal vez solo sea instintivo, y puede ser que no se amen por lo mismo; pero lo hacen mejor que muchos humanos que no dejan de jurarse amor.

A propósito de esto, dicen que Maimónides, un médico y filósofo judeocristiano, dijo el siguiente verso hace más de 800 años. Y si no lo dijo no importa, al fin que en la historia la mayor parte es leyenda.

“Habla con ella para calmarla/Di palabras que la inciten al amor, al deseo y la pasión/y otras de alabanza a Dios/Nunca la forces/Ambos deben sentirse igual/Gánala con gracia y seducción/Ten paciencia hasta que se despierte su pasión/Empieza con amor; y cuando esté lista/deja que su deseo se satisfaga primero/Su deleite es lo que cuenta”.

 

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