Luis Fernández Molina

Regresemos imaginariamente en el tiempo casi 3 mil años y situémonos en el año 900 a. C., en los días en que el rey David consolidó la conquista hebrea del área semimontañosa ubicada entre el Mediterráneo y el Mar Muerto. Al instalarse en Jerusalén la consagró como la capital de sus dominios. En esos años de David, Israel era un reino en expansión, caso poco común en la historia judía. Por lo general los judíos han sido un pueblo acosado y perseguido, hasta dispersado, pero en los años del Gran Rey, llegaron a construir lo que algunos historiadores conocen como el Gran Israel o el Imperio Judío. Se extendió su influencia militar y política controlando a filisteos, Moab, Edom, Ammon y ciudades-estados arameas. Algunos historiadores lo ponen en duda. En todo caso fue una época de esplendor y David quería exponer al mundo el poderío de los judíos.

Fue por eso que volcó David sus esfuerzos para edificar la ciudad de Jerusalén. Planificó las gruesas murallas y preparó el emplazamiento donde habría que construir el templo –en la parte alta del monte Moriah– que sería el hogar definitivo del Arca de la Alianza. Ya no iba su pueblo a deambular erráticamente por el desierto ni colocar en cobijos temporales a tan preciada carga. Sin embargo, el propio David no se sintió digno de empezar la construcción pues sus manos estaban llenas de sangre. En efecto, como bravo guerrero dio muerte en batalla a incontables enemigos, entre ellos doscientos filisteos a quienes cercenó el prepucio (órgano varonil) para que, no siendo circuncidados, pudiera acreditar su hazaña ante el entonces rey Saúl. Con todo ello, es curioso que se le recuerde, y señale, por un solo crimen, el de Urías, de cuya muerte no fue autor material sino que intelectual; le ordenó dirigir un comando de vanguardia en misión suicida; al quedar viuda la bella Betzabé dio a luz a Salomón, el Rey Sabio, quien habría de ser el heredero del trono. A pesar de sus faltas David siempre fue favorito del Altísimo por cuanto nunca dejó de serle fiel, a diferencia de Salomón que, mal guiado por algunas de sus mujeres, rindió culto a Astarté y Moloc.

Desde esos gloriosos tiempos de David la ciudad de Jerusalén, pasó a ser el centro del judaísmo político y sobre todo, religioso. Desde entonces Jerusalén es una señal indeleble, es el referente físico de todo el judaísmo, es el eje alrededor del cual giran todos los judíos en cualquier parte del mundo en que se encuentren. Ese apego a esa ciudad lo repiten durante las festividades de la Pascua. El Séder, la cena inicial de estas fiestas tiene carácter de celebración y al mismo tiempo es una ceremonia familiar que se conmemora en cada hogar judío practicante, en cualquier lugar. Es un día de gala, pues se celebra la liberación de Egipto y, simbólicamente, la consagración del pueblo hebreo como escogido de Dios. Por eso la mesa debe estar cubierta con mantel blanco y se coloca la mejor vajilla. Se lleva un rito, que incluye encender candelas y de padres a hijos se repite la narración de hechos relevantes de la historia mosaica. Los niños repiten los eventos del paso errante por el desierto, los panes ácimos y las yerbas amargas. Al final de la cena se recita el Nirtzá que termina con la expresión: “El próximo año en Jerusalem.”

Los Salmos se atribuyen a David, en 137 dice: “Si me olvido de ti, oh Jerusalén, pierda mi diestra su destreza. Péguese mi lengua al paladar si no me acuerdo de ti (…).

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