René Leiva

Llabadán el Sentencioso, fue el primero en pronunciar, en lo alto del monte Mandel: “Bienaventurados los que teniendo ojos oyeron y teniendo oídos vieron, porque ay de aquel que oyendo no ve y viendo no quiere oír. Dios te dio ojos para que oyeras, y te dio oídos para que vieras. Es la nueva Tabla de la Ley.” Y añadió: “Hay que tocar para oler, porque oliendo se toca.”

Llamas, Eugenio, de descomunales orejas, tenían éstas trazos, delineaciones o designios esculpidos durante milenios de evolución caprichosa, sinuosidades biológicas, vericuetos zoológicos, arrugas de la amnesia, cauces del silencio y del trueno, otro laberinto de la palabra al aire frío. Algún escultor quiso, en vano, sacarle molde a sus orejas cuando yacían marchitas.

Llano, Horacio del, discípulo de Giorgio Trasimeno, director de la Orquesta Filarmónica de Patulul, aborrecía la batuta pero con sus grandes manos, sin más materiales que el sonido, el espacio, el tiempo, supo modelar, dar forma arquetípica a las grandes y pequeñas obras musicales; escultura cinética, manual, cambiante, no demasiado efímera, en ensayos y conciertos. Del Llano hizo la transcripción para chirimía y pito de agua de la Cantata “Saker-Ti” de Salomé Ilom.

Llanolargo, Sóstenes, su medianía literaria y adhesión oligarca las compensó, o completó, en la redacción de discursos apócrifos de políticos y candidatos mañeros, y en composición oportunista de escritos adulatorios a personajes abyectos, así fuesen encarnación viva de la podredumbre civil y social. Su nombre devino innombrable.

Llanos, José Porfirio, una hermosa joroba que la naturaleza, Dios, la suerte o el destino le concedió, prestábala a compradores de números de lotería, para que por ella pasasen siete veces seguidas el billete de la suerte, fortuna garantizada, habiendo vivido de su joroba, sin realmente trabajar, con gran holguera económica y encanto existencial.

Llantros de Ábside, “La memoria o el olvido: hay o habrá un futuro que no tendrá presente.»

Lleras, Ubaldo, la tragedia de su vida fue haber perdido un billete de banco de alta denominación en el bolsillo de un pantalón que dejó en la lavandería de la esquina y por el que no fue hasta dos días después.

Llerena, Pedro Lorenzo, pasose la mitad de su larga vida entrando y saliendo de la iglesia a la espera de que San Juan bajara el dedo, arrodillado, parado o sentado en una banca, siempre a solas, hincados los ojos en la mano del santo. Murió muy anciano, decepcionado, con el erecto dedo de San Juan en sus mortecinas pupilas.

Llezzo, Domenico da, mientras fue dueño de la verdad absoluta, muy ufano, nunca quiso compartirla con nadie y usábala como arma y escudo contra cualquiera; empero, su natural desgaste hízola tornadiza, relativa, limitada, circunstancial, provocando en Da Llezzo una severa paranoia esquizofrénica o esquizofrenia paranoica caracterizada por profundo escepticismo, patológico, que lo llevó a creerse dueño único de la incredulidad absoluta. Al final, predominó en él la mentira, llevándolo a la tumba, sobreviviéndolo.

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Así como el payasete chafa “lucha” contra la corrupción, igual a la hiena le horroriza la carroña.

 

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