Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

En el 2015 ocurrió lo que nunca nadie se había imaginado en un país que había llegado a ver la corrupción como algo absolutamente normal y parte de la vida diaria. La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala entendió que no podía combatirse la impunidad sin enfrentar a los grupos clandestinos que se fueron organizando en el país para generar un sistema de la más burda y absoluta corrupción. El señalamiento frontal contra la estructura que dirigían el Presidente y la Vicepresidenta en el tema del contrabando, conocido como el Caso La Línea marcó un hito histórico que conmovió hasta sus cimientos esa estructura edificada para pervertir al Estado haciéndolo instrumento de grupos que se repartían los recursos que tendrían que haberse invertido en el desarrollo humano, tan atrasado en Guatemala.

Las ramificaciones de la corrupción se fueron conociendo poco a poco hasta evidenciar la inviabilidad de un Estado incapaz de cumplir con sus fines esenciales porque fue puesto al servicio de intereses particulares definidos por la corrupción. No existe esfera de la gestión pública indemne porque el saqueo ha sido absoluto. Nada refleja mejor el desastre que la situación de las carreteras y de toda la infraestructura del país porque no se construía nada para que durara, sino que mediante supervisiones amañadas se hacían mamarrachos que en pocos meses demandaban enormes gastos de reparación. El negocio no era únicamente obtener de malas maneras los contratos, sino que también aumentar las ganancias incumpliendo los términos de referencia en ejercicio de un pacto no escrito mediante el cual todos se juntaban para salpicarse con millones de quetzales.

La salud pública no existe ni tampoco la educación que por mandato constitucional tiene que brindar el Estado. Entre proveedores y sindicalistas se han levantado todo lo que había para invertir en el servicio público, unos sobrefacturando y otros negociando apoyos políticos a cambio de pactos colectivos que jamás tomaron en cuenta la calidad de la prestación de servicios.

En el clima de impunidad generado por esos pactos para evitar que se investigara, no digamos castigara, a los corruptos, se creó un sistema de justicia que se ha convertido en aliciente no sólo para más corrupción sino para la comisión de toda clase de delitos. La certeza jurídica existente en el país es que el delincuente no recibe castigo y que los “derechos” siempre tienen precio y los puede comprar el mejor postor. Testigos y actores son los que han tramitado y obtenido licencias de todo tipo porque allí donde hay un trámite, allí cabe la mordida.

Estructuralmente nada ha cambiado porque las mismas reglas políticas y administrativas están vigentes. Cambió, sin duda, la percepción ciudadana sobre las condiciones del país y la convicción de que no podemos regresar al pasado, a lo que vivíamos como absolutamente normal en abril del 2015. Hoy, casi tres años después, el sistema se protege y se arropa con actores que perdieron la vergüenza y que han declarado la guerra. Ahora es cuando la ciudadanía tiene que impedir lo que sería un dramático retorno al pasado.

Artículo anteriorEl estreno político del año
Artículo siguienteCampos bien definidos