Raúl Molina

La extrema derecha, conjunto de personas, la mayoría hombres, que con el ejercicio del poder político, heredado o acumulado por la fuerza, se cree superior a los demás, rechaza con mentalidad autoritaria el principio de la igualdad de los seres humanos y ve en los demás a clases a su servicio, ya sea como esclavos, siervos, lacayos o marginados. El fin último es su satisfacción y se acepta como dogma que la ganancia determina la actividad económica. Se rechaza la idea de que la ética los pueda limitar en sus acciones, ya que ellos están, según su autodefinición, por encima del bien y del mal. El Príncipe, personaje de Maquiavelo, personifica a este grupúsculo, cuando afirma que entre ser querido o ser temido como gobernante, prefiere lo segundo. Es lo que ha demostrado Donald Trump en Estados Unidos: no se respeta nada, ni tratados y pactos ni promesas de Estado o sentido humanitario. No es el primer tirano que actúa de esa manera, como Hitler y Mussolini, ni el único en el mundo de hoy, aunque sí el más descarado y arrogante. Sus decisiones de sacar a su país del convenio ecológico de París, de retirarse del Pacto Mundial sobre Migración y ahora de sumir al Oriente Medio en un nuevo conflicto con su absurdo respaldo a Israel son las manifestaciones más recientes de su supuesta supremacía.

Igualmente nefastos para sus respectivas sociedades, empiezan a pulular en el continente americano réplicas de Trump, para quienes la ética es inexistente. Se han realizado así desestabilizaciones de gobernantes sensibles a las carencias de sus grandes mayorías, peyorativamente llamados “gobiernos populistas”, y se han efectuado toda clase de golpes de Estado, desde el clásico cuartelazo en Haití; el golpe civil-militar en Honduras en 2009; y los llamados “golpes blandos”, como el derrocamiento de Lugo, en Paraguay y Rousseff, en Brasil. Es ilustrativa la forma en que se cocinó el actual golpe de Estado en Honduras: el robo de las elecciones. Primeramente se intentó ablandar a las organizaciones opositoras mediante el asesinato de muchos de sus dirigentes. Segundo, se violó la Constitución mediante el Tribunal Constitucional, para permitir la candidatura ilegal de Hernández. Tercero, se encargó al Secretario General de la OEA que garantizara que los países centroamericanos no interfirieran con el golpe; de hecho, Jimmy Morales lo respaldó. Cuarto, se cambiaron los resultados de la elección, mediante las acciones combinadas del tribunal electoral, las fuerzas armadas y algunos observadores. Falta solamente el sello de aprobado de Washington. En todas y cada una de estas acciones se ha pisoteado la ética. Al no respetar principios ni valores, la innovación de la extrema derecha es continuar la destrucción de los dirigentes progresistas aún después de expulsarlos, como se hizo contra Árbenz a partir de 1954. Ahora se quiere destrozar política y socialmente a Rousseff, Lula y Kirschner, utilizando los tribunales de justicia, sin ética. Por ello, afirmo que la región entera necesita una Revolución Ética, por cualquier medio, desde votación hasta rebelión, para desalojar, finalmente, a la extrema derecha.

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