Alfonso Mata

Entre los males del siglo, la diputaditis es la más ilustre. Aunque el actuar de algunos diputados, suele verse y ser al margen de la ley, constantemente no se les castiga ni combate. Su peculiar forma de llegar al poder y el insólito estilo de vida que alcanzan, rápidamente los etiqueta como “renegado, aprovechado, intrigante, ladrón, especial, lambiscón”, y muchos de ellos vuelven su estado alcanzado, en algo estable y duradero de por vida.

Sus enamorados ojos por el poder, han convertido su actuar diario, aislado de mandatos, funciones y atribuciones a su cargo y de esa manera, se insertan en mundo creado por y para ellos, permitiendo que florezca dentro del recinto parlamentario, una cultura del hacer prohibido, produciéndose en medio de ello, un lenguaje, comportamientos y hábitos para enfrentar la fuerza y la demanda ciudadana, importándoles en ello muy poco, el que no sea de beneplácito público lo que hacen, su estilo de vida y sus acciones y relaciones.

El trabajo del diputado estándar -con perdón de todos los músicos- se puede definir “baila el son que le toquen”. Es decir provee un servicio, una ley, una acción, comparte problemas, en base a quién paga y este es el consumidor final de su trabajo y al que el ve como su pagador y patrono.

En consecuencia de lo anterior “el cliente” a quien presta sus servicios, está en posición de dirigirlo en sus tareas e incluso de hacerle y aplicarle sanciones, desde presionarlo informalmente, hasta retirarle su “patrocinio”. Quién no entienda esto, peca de ignorante.

De esa manera, el problema más angustiante en la carrera de diputado, es la obligación de elegir entre pueblo y “patrón”; entre lo lícito y correcto y lo que indica el patrón y su costo. La mayoría elige lo segundo y sacrifica el respeto y posición social pero lo más importante, el respeto así mismo.

El otro día, en un café del centro, oí decir a un viejo diputado “la gente no se ha dado cuenta, que los que nos eligen no son ellos, sino nuestros patrocinadores. A ellos nos debemos y a ellos debemos rendir cuentas”. Así que los diputados ya tienen una idea de sí mismos, independiente de lo que sienta la ciudadanía y de la sensación de aislamiento que tengan del resto de la sociedad y del modo que se segregan ellos mismos de su público.

Yo te digo -le decía a un periodista un diputado: “todo el sistema de creencias del público es equivocado en cuanto a la forma de pensar, sentir y actuar de nosotros, que se opone diametralmente a los caprichos e intereses ciudadanos. Nosotros pensamos en el desarrollo del país”.

El hablar del diputado resulta seductor. Cuando habla, no se refiere a la persona sino al puesto, que concibe poseedor de un “misterioso Don” sin importarle de dónde proviene, que lo ubica al margen del resto de personas y por poseer ese don el curul, no debe estar sujeto al control de quienes no lo posee. Ese Don auto dado y atribuido “al puesto”, no se adquiere por educación o por cualidad humana alguna, pertenece al sistema y su estructura y el que está afuera no lo posee. Bajo ese argumento, el diputado estima que los de afuera, no deben permitirse decirle la forma en que debe actuar. De hecho, la regla más fuerte del código entre colegas, es la prohibición tácita de criticarse o de interferir en el momento “en que está haciendo su trabajo”. Eso pone en peligro sus buenos o mezquinos compromisos.

Así que la ciudadanía no tiene voz en su conciencia. Los diputados son sujetos fuera de su control. Así que en una Guatemala, donde habita por tradición la mentira y el engaño, persuadir que esa visión de diputado es una trampa, y que por más fácil, cómodo y menos peligroso que resulte aceptar la mentira, eso no da seguridad moral y material, es tarea titánica que raya en lo imposible. Preferimos escondernos detrás del conformismo con la mentira; esconder la realidad bajo el manto de la hipocresía y seguir siendo, una pobre nación.

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