Mario Alberto Carrera
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30 de octubre
Desde hará quince días los medios hacen su noviembre anunciando los ingredientes que integran policromos y casi siempre medio caducos, el fiambre. Menos mal que fiambre también significa algo que ya no está fresco sino pasado, es decir, ¡muerto! Tal vez embalsamado a fuerza de vinagres y aceites que lo curten.

Y tal anunciadera puede dar la impresión de que, en este país (locución muy usada por Larra) la inmensa mayoría se harta fiambre hasta quedar pasmado o lelo. Mas esto es tan falso como los títulos doctorales que hoy se compran cursándolos en un garaje o en un instituto de vecindad.

Espurio, porque aquí comen fiambre unos cuantos nada más si pensamos en que, de los 18 millones de famélicos que ya somos, sólo unos ¿200 o 300 mil?, alcanzan a probar tal delicatesse. No es la mayoría la que engulle el –para algunos– “platico nacional”.

Pero, igual al que la Navidad, los anuncios nos hacen conjeturar que el fiambre y la Noche Buena son para todos. Que son fiestas engendradas en la democracia, esto es, en el bien común. El bien común resulta que no es nada común, sólo aparece en la letra muerta –como un fiambre sepulcral– en la contrahecha Constitución.

Pero bueno, no hay que aguar las fiestas. Así que hagámonos la ilusión de que aquí se consume fiambre al por mayor, por todos. Y no pregonemos la falsedad de que acá casi ninguno lo ingiere. Yo –lector– digo estas cosas porque estoy amargado y soy pesimista. Y a mucha honra.

31 de octubre
No sólo los anuncios y las propuestas del fiambre me tienen chino cuando voy al súper o leo la prensa. También me tiene harto el famoso Halloween. Cada vez que doy la vuelta a una góndola buscando las cebollas o los aguacates, me aparece una bruja, un esqueleto o la figura creada por el Dr. Frankenstein. Que así se llama el creador y no la criatura. Y me incomodo (decía mi madre) porque no hago la compra a gusto pensando en la cultura de mala importación gringa y de oropel de popó estadounidense, que es el tal Halloween que, cual el fiambre, ya se ha vuelto “nacional”. ¡Tanto, o más!, que la festividad del día siguiente, la de Todos los Santos. A mí me gustaría celebrar ¡más!, la de Todos los Demonios.

Estoy reescribiendo un libro (aumentándolo, corrigiéndolo) titulado “El Guatemalteco, su Identidad”. Y cada vez que pienso en que forman parte de nuestra guatemalidad el malhadado plato cárnico y en el Halloween, me ataranto más y más. No sé si tirar el libro a la basura o comérmelo de la desesperación. Le doy vueltas y más vueltas al asunto de la identidad nacional y termino por no encontrar ni siquiera la mía, trastornado entre ladinos que se hartan, e indígenas que se mueren de hambre como el Lazarillo de Tormes.

1 de noviembre
Leo en la sección “O Oculta” de elPeriódico, un trabajo alusivo al 1 de noviembre que, como parte sustancial, dio a la estampa (copiado del almanaque de Sánchez y de Guise) un cuento sobre la génesis y fórmula del plato que pocos comen. La nota de marras informa que el texto fiambrero es de un tal Haroldo.

Señores de “O Oculta”: Haroldo es ¡nada más ni nada menos! que el seudónimo del gran escritor nacional Francisco Fernández-Hall. Director de la revista Juan Chapín y glorioso miembro de la generación de 1910, la del Cometa. Padre de las connotadas féminas Francisca y Ma. Teresa. Y no les cuento más porque se me terminó el espacio.

 

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