Luis Fernández Molina

Hace cien años que sucedieron hechos trascendentales que hoy siguen viviendo; es que no fueron acontecimientos aislados que la mortaja del tiempo cubrió con sus hojas amarillentas para quedar sepultadas en los empolvados libros de historia. Lo que sucedió entonces está sucediendo ahora y se está manifestando como lo hizo a través de todo el siglo XX. En otras palabras, no “pasó”, está “pasando”. Es como una semilla que se sembró hace un siglo y ha venido dando, hasta el día de hoy, sus frutos, amargos o dulces, pero es el producto de aquello que en esos cinco años de siembra.

Pocos períodos de la historia comprimen tanta historia como los que se estaban desarrollando hace cien años. Son lapsos muy cortos, de unos cinco años, en los que se atropella el suave devenir de la civilización humana. Son momentos tan comprimidos como aquella materia original que provocó el bing bang del universo, según explican los astrofísicos. Entre esos selectos instantes de la humanidad se encuentran los pocos años de la revolución francesa, de 1789 a 1794 y la de hace un siglo que se sintetizan en la Revolución de Octubre en Rusia. Claro, todas estas explosiones históricas han sido la culminación de muchos antecedentes que fueron esculpiendo las circunstancias que se venían gestando desde mucho tiempo antes, y con esa conexión lógica se concatenaron los hechos para manifestarse en esos grandes momentos. Momentos que son parteaguas, bisagras que ponen fin a una época y abren las infinitas posibilidades en los cambios que insinúan.

Cuatro imperios cayeron en los turbulentos años. Dos de ellos volvieron a formarse, pero con diferente aspecto. El primero de estos dos es el imperio ruso; con la muerte de Nicolás II cayó para siempre la dinastía de los Romanov y con él la saga de los zares que venía desde Iván el Terrible en 1547. Su lugar lo tomó otro imperio, con el falso nombre de República Socialista, y en vez de Zar tuvieron Secretario General; el más famoso fue Stalin, más autócrata que cualquier zar. El otro imperio que mutó es el Imperio Alemán, al que, en esa primera guerra le fueron arrebatados sus territorios europeos y africanos, pero su motor principal, centrado en Berlín, está otra vez activo al punto de ser la locomotora de Europa y el referente industrial más cotizado en el mundo; ya no es imperio pero sí una potencia mundial. En cambio otros dos imperios desaparecieron para siempre: el Imperio Otomano o Turco que venía desde el siglo XII; con la Gran Guerra recibió el tiro de gracia pues desde el siglo anterior se venía desmembrando. Queda hoy Turquía, una nación pujante, pero quedó reducida. Antes el imperio otomano abarcaba Túnez, Europa del este, Crimea, partes de Arabia y Levante; por esa razón, los miles de emigrantes levantinos eran que llegaban a América Latina, genéricamente, identificados como “turcos” siendo ellos realmente libaneses, sirios, palestinos, jordanos, hasta egipcios, por la única razón que su pasaporte era turco como vasallos de ese vasto imperio. Por su parte el imperio austro-húngaro se desintegró completamente; era una abigarrada colección de naciones dispares con pocos elementos en común, salvo, si acaso vale, la religión católica; el propio eje central Austria y Hungría no compartían ni el idioma a diferencia del imperio alemán donde se hablaba esa lengua.

El Imperio Británico seguía en pie aunque con claras presiones nacionalistas. A los pocos años habría de aceptar la independencia de muchas de sus preciadas colonias, entre ellas de India. Crearon la Mancomunidad Británica de Naciones como ingeniosa estructura.

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