Adolfo Mazariegos

Hace pocos días, al llegar a la Universidad de San Carlos, como suelo hacer los días que debo impartir curso, me dirigí al área de parqueo donde usualmente dejo mi vehículo. Un pequeño sector cercano al edificio S-8, rodeado también por otros edificios y áreas verdes por las que he transitado con agrado desde hace varios años. Ingresé despacio, saludando con la mano al encargado de la garita que amablemente, como suele hacer con quienes van entrando, me indicó que había un espacio cerca de la salida. Cuidándome de no golpear los vehículos parqueados, en virtud del poco espacio que queda para transitar, me dirigí hacia donde él me indicaba, siguiendo sus indicaciones y buscando con la mirada el espacio para parquear… Hasta ahí todo normal. Cuando estaba a dos o tres metros preparándome para estacionar, un vehículo entró de forma intempestiva por la “salida” en contra de la vía, exponiéndose a ocasionar quizás alguna colisión y estacionándose con rapidez en donde me acababan de indicar que yo podría hacerlo. Me detuve detrás de aquel vehículo mientras veía que descendía del mismo una amable y gentil dama a la que intenté hacerle ver que acababa de hacer algo indebido: entrar en contra de la vía y por la salida (que dicho sea de paso, está perfectamente señalizada con un rotulo suficientemente visible en el que se lee -obviamente- “Salida”) y estacionando en el espacio que pudo perfectamente darse cuenta que yo estaba por ocupar. Pensé que por lo menos diría algo así como “se me ha hecho tarde y no lo vi” o tal vez “es que llevo prisa, disculpe”… Pero lo que dijo, con sarcasmo y encogiéndose de hombros, palabras más palabras menos, fue algo así como “que pena por usted, porque yo de aquí no me muevo, además soy docente”. Respondí sonriendo (pero con evidente molestia) que no pretendía pedir que moviera el vehículo porque era bastante obvio que no lo haría, ya encontraría yo otro sitio donde parquear. Lo que deseaba realmente en ese momento -le dije-, era evidenciar la mala educación que estaba demostrando y esa actitud reprobable de la que parecía sentirse orgullosa (sobre todo tratándose de una docente, de lo cual ella misma me acababa de informar), algo que pareciera irse convirtiendo en una suerte de cultura que se va enraizando de forma negativa en la vida colectiva del país, transformándose en un círculo vicioso que, aunque sepamos que no nos lleva a ningún lado como sociedad, sigue estando presente en nuestro día a día como si fuera algo normal y beneficioso. Nada más alejado de la realidad. Si la situación se hubiera dado al revés, estimada profesora, créame que a mí me hubiera dado vergüenza decir que era docente, como si decirlo justificara las malas actitudes y la prepotencia de la que usted hizo alarde… Las actitudes son algo personal, ya se sabe, pero afortunadamente, en Guatemala, hay más personas cuya actitud es diametralmente opuesta a la suya.

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