René Arturo Villegas Lara

El lugar en donde me abandono a leer historia o literatura, y algunas veces a pensar un poco sobre temas jurídicos, tiene dos amplias ventanas que me permiten recrear la vista en un granado y dos hermosos aguacatales, que no pueden realizar su destino natural de dar frutos, pues una invasión de ardillas cortan los frutos impunemente mucho antes de llegar a la maduración. Al fondo, cuando las mañanas no se manchan de nubes, el límpido cielo deja ver las crestas azules de los volcanes de Antigua Guatemala, sobresaliendo el de Fuego, con su permanente fumarola que se diluye quien sabe hasta dónde. En este pequeño jardín juguetean todo el día un “enjambre” de ardillas que habitan en los alrededores y que de tanto vernos arreglando plantas y arbustos, brincan sin temores a nuestros pies y suben y bajan por los troncos de los árboles para botar aguacates tiernos o granadas que no han llegado a edad de sonreír. Observándolas por algún tiempo, he notado que se reproducen como roedores que son, solo que con elegantes colas; y grandes o pequeñas, la lucen con su aplanada forma y erguida, como esas estolas que usaban las mujeres en los años sesenta; y brincan y corren sin rumbo, como animales nerviosos. Aquí las ardillas viven en paz, y aunque no me dejan un aguacate, una granada, un durazno o una maracuyá, las dejo que se alimenten de lo que la madre naturaleza nos da y que cada día el hombre destruye de manera irracional.

Mis otros acompañantes en el jardín son los pájaros. Allí, en el trasto en que mi mujer les deja todos los restos de tortillas que no se consumieron, llegan los negros clarineros, que más parecen azules, luciendo su larga cola e imponiéndose sobre los demás, gracias a su gran tamaño. Y llegan también los sanates, unas cuantas palomas de castilla y unas pequeñas tortolitas, que al alzar vuelo, hacen un ruido peculiar con las alas, que identifica a todas las de su especie: Alas blancas, espumuyes, cachajinas y todas esas palomas que vuelan libres por los bosques y montañas que aún quedan en el área rural. También me visitan en el diario vivir, los coronados, uno pequeños e inocentes pajaritos moteados, como tigrillos, que se alimentan de los restos que van dejando los clarineros y los sanates. De repente aparecen unas chorchas luciendo su plumaje amarillo y algunos pájaros raros que, como los marineros de Neruda, llegan a puerto y se van y no se les vuelve a ver. En el silencio de la noche, escucho el aleteo de un pájaro nocturno. No sé si tecolote o lechuza, pues sólo pasan dejando su canto lleno de misterios, a la par de unos cuantos loros que andan trasnochando y perdidos en busca del rumbo para la costa sur. De perdida, algún tacuazín se escapa de los bosques de Cayalá y se mete al jardín escalando paredes, en busca de algún pollo o alguna gallina, con la frustración de que por allí no se conocen ni para alimento de señoras que se han alentado.

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