René Leiva

En su segunda visita, más instintiva que intuitiva, a la señora del edificio donde viviera la mujer desconocida cuando niña, ella y don José condensan un diálogo de corriente alterna, desprovisto de convencionales y molestos signos de puntuación, o también retardatarias y distractoras señales de tránsito para la supuesta buena o mala educación vial del pensamiento en el vehículo, precisamente, de la palabra, o algo así, un diálogo o más bien un interrogatorio de ida y vuelta, denso, tupido, sin rendijas, una cadena sin eslabones o de un solo eslabón ausente, que casi desviste al escribiente de tanta artimaña y fingimiento mal hilvanados ante una señora mayor que él y de educada suspicacia. Antes de engañar a otros don José debe saber engañarse a sí mismo, aún más, pero lo hace mal.

Acorralado con argumentos sencillos, actitud reposada y absoluta sinceridad de la anciana, acaba por contarlo todo, ¿desde el borroso principio inexistente?, y prometer que su aventura no ha terminado, que la locura, el absurdo, todavía tiene cuerda aunque escasa cordura. ¿Cómo y cuándo darle fin a lo que no tuvo comienzo o fue una confluencia de causas entonces también ignoradas?

Porque ahora don José necesita saber cuándo exactamente, dónde, de qué causas murió la desconocida (en el expediente encontrado no aparece el certificado de defunción). Y para eso debe buscar a los padres de ella. (Con el exmarido no valdría la pena.) Y entonces don José volverá a usar la falsa credencial de la Conservaduría, seguir con otras o nuevas simulaciones.

En el concienzudo don José nunca deja de ser encantadora la prudente e irónica voz del sentido común, que lo trata como a un hijo alocado e inexperto en la vida (a sus 52 años de edad), con igual dosis de burla y miramiento, con palabras de doble filo, pero pesadas en balanza de alta precisión.

Otra vez en su trabajo, desaliñado y retrasado, don José debe resistir, ser recipiendario ¿y motivo directo/indirecto? de una inaudita perorata del conservador dirigida a todos los funcionarios respecto a cambios de orden distributivo-espacial de los vivos y los muertos, en resumen, ya no separar vida y muerte. Pero el conservador no dijo el tercer motivo premonitorio, reciente, para ese nuevo camino. Y por otra parte, nada de tecnología de punta para modernizar la faena. Seguirán con papel, tinta, trabajo a mano, como en el remoto principio de ese vetusto y venerable depósito de nacimientos y óbitos, receptáculo de todos los nombres. Acaso un reducto o santuario de los orígenes, las raíces, la identidad, la memoria, la tradición, el halo y el aroma de leyenda. Museo y mausoleo. Todo eso inevitablemente arropado por el hacinamiento de legajos, el polvo, las telarañas, las sombras, el silencio en atomizados arpegios de polilla y carcoma.

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(En el país de la eterna, llamado Guateanómala, quienes admiran a Donald “Sanababich” Trump son los mismos que veneran la memoria de Estrada Cabrera, Ubico Castañeda, Castillo Armas, Arana Osorio, Lucas García, Ríos Montt, entre otros egregios exponentes del bestiario nacional o de la teratología política-económica.)

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