René Leiva

(En la andadura del lector hay momentos cada vez más frecuentes en que se baja de su montura, sin soltar las riendas, para dar unos pasos con sus propios pies, hollar el suelo, patear una piedrecilla, acariciar algún arbusto, atravesar cercano arroyo a la altura de las rodillas, tropezar, resbalar, subirse a un breve peñasco para atisbar el horizonte, el Sol ya semioculto que le da en la cara, y atrás, adivinada, alargada, su sombra, su sombra y la de su montura. Sin soltar las riendas.)

Sin ser ese su propósito, por supuesto, don José construye un puente, endeble y secreto, entre la opaca y ordenada realidad de la Conservaduría General y el mundo, entre adentro y afuera, allá y aquí. Y para construirlo, así de inseguro, debe tocar unas puertas y escalar paredes como asaltante de una escuela el viernes en la noche porque nunca más podría ser, enfermar y al cabo visitar el cementerio en calidad de investigador privado contratado por él mismo, quién más. El mismo puente que comienza con su historia pero no termina en quien la llega a conocer. Aunque ida y regreso son lo mismo.

“Porque me arrastra la pasión. Porque me impulsa un desafío que carece de una justificación y de una explicación racional…” Palabras del sabio vagabundo y singular reportero del mundo Ryszard Kapuscinski como intento para comprender el riesgo de viajar a lo lejano e inhóspito y dar testimonio escrito. En su modesto contexto vivencial, endógeno, don José puede hacer suyas dichas palabras como disculpa de su aventura. Y la palabra clave, llave, cifra, cerradura, tecla, botón (vegetal o mecánico): desafío.

El desafío suele ser una semilla en estado latente o aletargamiento, oculta, en concentrada y contenida maduración a lejanas pausas, que puede germinar a través de una casi invisible grieta de luz, aire, agua… como el encuentro fortuito de una ficha desconocida de mujer, por ejemplo.

O también, el desafío es una tierra antigua, un suelo que desde siempre espera abiertos los ojos la llegada vehemente o plácida de una simiente encendida para escapar por una abertura del sombrío encierro que es ella misma. Desafío, inducción, asentimiento, ruta, derrota. El raro heroísmo de aceptar un desafío con el sereno pero empeñoso presentimiento y la emoción de perder, al cabo, lo que nunca se ha poseído. Un puente para llegar al regreso.

En la penumbra, el silencio y la soledad, don José recorre las aulas y salones de la escuela con la percepción, impresión e inventiva de quien llega a tierras inverosímiles o a una suerte de purgatorio o enorme mausoleo cabalmente deshabitados, con equívoco parecido a la Conservaduría General cuando no hay nadie en ella, y en que igualdad y diferencia se mezclan y confunden en turbador presagio. En tal lugar, en esa circunstancia emocional, la sensibilidad de don José es auxiliada, interpretada y un tanto comprendida por la perspicaz habilidad del narrador… para suerte suya y de su aventura. Un narrador condescendiente, recatado, sagaz, poco irónico y de sobra comedido, cabe insistir. Y también cabe aventurar, conjeturar, algún tipo de secreto convenio, ajeno a la escritura, entre don José y su cauto hacedor. Finalmente, quién es quién.

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