René Leiva

En el interrogatorio impuesto, breve e intenso, pareciera que el astuto conservador del Registro Civil hubiera recorrido con don José, o más bien lo hubiese arrastrado, por los escasos y recientes episodios de su aventura, diálogos interiores incluidos, pero como prepotente testigo ocular, moral, ético, laboral, judicial…, casi con pruebas acusatorias en la mano. El conservador en calidad de super-yo de don José. Un dios a la medida de cualquier no creyente. Conciencias, castigos y perdones en sus manos.

La altiva amonestación del conservador, más la sanción impuesta (un día de suspensión, de salario, no de servicio), intentan remorder el ánimo de don José, dudar de su propia sensatez y equilibrio mental, recriminarse por ceder a un hecho fortuito y emprender una riesgosa aventura tras una abstracción: el nombre de una desconocida.

En tal estado de lucidez anímica, don José se hace preguntas crueles y vergonzosas aunque de pueril simpleza; preguntas como punzones o clavos ardientes, hasta entonces embozadas, en tímidas semillas, inevitables, a la espera, que llegan a alterar su natural fondo apacible. Preguntas de ineludible autoconfrontación y que contienen las afrentosas respuestas. Pero así como don José se confronta a sí en sus más profundos adentros, también puede engañarse, fingir distracción, no hacerse demasiado caso, eludirse con torpe habilidad…

¿Buen o mal dialéctico don José? ¿Puede haber aventura sin concienzuda locura?

La mujer desconocida. Sólo tres palabras que contienen cuanto don José no posee. Tres palabras que son nada. Apenas la posibilidad, una potencialidad entreabierta, una voluta de tiempo en el espacio sin bordes de la imaginación. Porque –y eso don José apenas lo entrevé– es en tierras de la imaginación, más que de la lógica o de los algoritmos, donde espera desde siempre lo buscado, en flor y con escasas sombras.

¿Por qué ir tras una mujer que no lo ha seducido, que no le ha coqueteado, que no puede atraerle en lo físico porque su físico le es desconocido, ajá, que apenas logra imaginarla, se supone, que ahora es o está divorciada…? ¿Acaso por ser ella una mujer precisamente desprovista de (casi) todo, abstracta, con solo cualidades generales ( básicas, podría decirse), ciertamente irreal, por tanto idealizada, mentalizada, a la que hará falta, cuando la encuentre, añadirle cuanto ahora le falta, y, también, entonces, desnudarla de lo que no encaje ni concuerde ni se ajuste a… a qué?

¿No estaba mejor Don Quijote con Dulcinea, señora de sus pensamientos, que don José con la elusiva desconocida… y por qué la insistente e insidiosa analogía en divagante orientación comparativa de cierto lector?

Si don José refuta proposiciones de su propio sentido común, si opone argumentos discutibles a la parte razonable de sí mismo, si evade con contrasentidos el camino elemental para solucionar sus dificultades más íntimas, es porque así, en su descoyunto emocional, logrará alcanzar el estado ilógico e incongruente que la vida, su existencia, su trabajo, las instituciones, le han negado, en las que ha diluido toda otra posibilidad de su calidad humana; de hombre, no obstante, indemne en dignidad. Dignidad, integridad, decencia, como quiera llamarse, a pesar de su repentina subversión, absurda, contra la norma, el orden, los imperativos incrustrados.

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