Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Los Estados que funcionan eficientemente necesitan cada cierto tiempo de ajustes y reformas necesarias para ir corrigiendo vicios y evitando riesgos que debiliten ese funcionamiento. Pero un Estado que fue diseñado única y exclusivamente para alentar la corrupción sobre la base de la absoluta certeza de impunidad, necesita una reforma profunda que corte de tajo las prácticas inmorales y perversas que se han convertido en el auténtico modus vivendi de los políticos y sus socios financistas que saben perfectamente cómo exprimir el erario en su beneficio.

La paradoja guatemalteca es que tenemos una camisa de fuerza, mañosamente estructurada, que obliga a que cualquier cambio, superficial o profundo, tenga que pasar por el Congreso de la República que es una de las instituciones más marcadas por la corrupción. Obviamente no hay posibilidad de que los mismos diputados decreten una reforma que signifique terminar con sus abundantes privilegios ni sus financistas dejarán que se introduzcan modificaciones a un modelo que les ha permitido durante las últimas décadas un enriquecimiento inusitado.

Por ello el proceso de reforma está en un dilema existencial, puesto que sabemos que es urgente y absolutamente necesario para dar vía a un Estado operativo que se preocupe por el cumplimiento de sus fines en cuanto a la promoción del bien común y la aplicación de la ley, pero no existe la menor posibilidad de construirlo porque el punto de partida está viciado profundamente. Tanto que se sabe que en el caso de los brasileños casi todos los diputados que se reeligieron recibieron la mordida correspondiente, no digamos los que votaron a favor de leyes como la conocida como Ley Tigo y otras chuladas por el estilo, a lo que se viene a sumar la tardía declaración, producto del despecho, de Taracena sobre la infiltración del narcotráfico en el mismo Congreso de la República.

La Constitución, establece los fines del Estado, mismos que no se cumplen porque toda la función pública está orientada a la corrupción, pero la misma Carta Magna establece el derecho del pueblo a la resistencia para forzar a que se cumpla la misma en su espíritu y esencia, detalle que los ciudadanos tenemos que tener en cuenta, seguros de que no hay respeto a sus intereses porque la clase política, tanto en el Ejecutivo como en el Legislativo, con la cooperación de las mafias en el poder judicial, están atentas para preservar el régimen de privilegios que se recetaron para cooptar al Estado de manera permanente a fin de que sirva únicamente para su propio enriquecimiento y no para la atención de las necesidades de la población.

Es, por supuesto, un tema delicado porque estamos frente a una situación extrema, en la que obviamente no podemos aceptar la continuidad de un sistema perverso, pero tampoco podemos cambiarlo porque, cruel paradoja, la institucionalidad misma funciona como el parapeto perfecto para los mañosos.

Es tal la debilidad del sistema que, en opinión de la PGN, no puede deshacer los negocios sucios sino que los debe consagrar de cualquier manera. Aún en casos de abierta confesión, se deben honrar, según esa dependencia, negando el derecho del Estado a denunciar los negocios turbios como el de TCQ o el brasileño.

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