Isabel Pinillos
ipinillos71@gmail.com

A dos décadas de la firma de la paz, éste sigue siendo para mí, una hija de la guerra, un tema de confusión, de historias a medias, pero sobre todo de silencio. Un silencio que proviene de la paranoia de una era en que no existía la libertad de expresión, porque expresar tus ideas en contra del sistema podría significar que un día desaparecieras de la faz de la tierra o terminaras con una bala atravesada en la cabeza.

Cuántas vidas de jóvenes fueron marchitadas, cuántos sueños destruidos, cuántas familias divididas por el exilio. La mía fue una de ellas. Pero aún hoy, veinte años después de la firma, sigue siendo tabú y debe tratarse con pinzas. Con la firma cesó el fuego, dejamos de matarnos entre hermanos en la ciudad y en el campo, el largo exilio terminó para algunos, se firmó una paz en papel, pero treinta años de enfrentamiento son difíciles de borrar con una firma, y las secuelas aún permanecen.

Las mentes rescatables de la insurgencia comprendieron que el camino de las armas no era el indicado. Aunque existió una causa a sus inicios, al final terminó siendo una organización revolucionaria que mamó de los recursos de la comunidad internacional y fue oxigenada en el contexto de la Guerra Fría, la cual francamente fue un negocio que convenía a algunos en esa época. Hoy me pregunto si valió la pena tanta sangre, tanto talento desperdiciado, y cómo sería el presente si las voces silenciadas pudieran contar su historia. El resultado de todo aquello es que desde entonces, la izquierda no ha logrado desarrollar ninguna propuesta seria a nivel electoral en la construcción de la democracia de Guatemala, sino proyectos fragmentados por el interés individual de sus miembros.

Después de la firma, con los mismos recursos que financiaron a la insurgencia, han colocado ahora la etiqueta de genocidio que alimenta las luchas del nuevo siglo. Sin embargo, no debemos perdernos en la semántica cuando la realidad es que el negocio de la muerte pagó una factura muy alta en nuestra sociedad. La inteligencia militar arrasó con poblaciones enteras, y una matanza sistemática de civiles –niños, niñas, mujeres y hombres- ha sido minimizada por quienes justifican que durante la guerra todo se vale, una postura maquiavélica que mata nuestra ética social. Mientras que sea debatible la tipificación de genocidio, no podemos negar que sí existieron crímenes de lesa humanidad –igualmente deleznables. Según los tratados internacionales sobre Derechos Humanos, dichos delitos no pueden ser sujetos a amnistía alguna.

Y es que no estoy en contra del perdón ni la reconciliación. Pero para que la supuesta paz sea “firme y duradera” sólo pueden perdonar los agraviados, las viudas y los huérfanos. El perdón es algo hermoso que nos saca del estancamiento del dolor, pero sólo puede otorgarse por quien ha sido agraviado. Generalmente ocurre con la mano de un poder Supremo, de un proceso y acompañamiento psicológico que permita sanar al individuo. Es de lo más presuntuoso pensar que con la firma de la paz, esto iba a ocurrir.

Cuando era pequeña los adultos callaban los temas “sensibles”. Aún hoy, las nuevas generaciones no conocen la magnitud de los hechos de esta época de terror de Guatemala. La polarización de antes se sigue manifestando de diferentes formas. Personalmente, sigo con muchas interrogantes que quizás nunca sean satisfechas. El silencio de los sobrevivientes vuelve a invadirme, pero sobre todo de quienes hoy ya no pueden hablar. Para nosotros, los hijos de la guerra, es momento de quitarnos la mordaza de los temas que nos mantuvieron en la oscuridad durante este largo Conflicto.

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