Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Yo creo que el sistema de privilegios que al final generó la impunidad tiene su origen en el mismo acto de fundación del Estado guatemalteco porque las élites que declararon la independencia para evitar que lo hiciera el pueblo, se aseguraron un modelo en el que no tenían que rendirle cuentas a nadie. Luego se afianzó esa práctica durante el conflicto armado interno, porque se cooptó todo el sistema de justicia para impedir que hubiera procesos en contra de quienes defendían al Estado de la violencia revolucionaria.

Hoy en día hay una costumbre de violación de la ley que se manifiesta aun en las cosas sencillas como el tránsito en donde prevalece la ley del más fuerte, no digamos en aspectos relacionados con la actividad económica y el cumplimiento fiscal. El descalabro de la justicia ya nos pasa factura porque los sicarios andan sueltos y porque así como se deja libre a Medrano, quedan libres pandilleros y otro tipo de delincuentes favorecidos por las debilidades deliberadamente fomentadas de nuestro sistema. Pero tarde o temprano todos pagamos la factura que nos pasa la impunidad, aunque en ciertos momentos nos pueda parecer conveniente para operar como se ha hecho durante décadas y por generaciones.

Esa costumbre es la que hace muy difícil que un frente contra la corrupción pueda estructurarse en el país, porque muchos, demasiados en verdad, se han ido acostumbrando a sacarle raja a esa forma de vida. Desde los periodistas que operan bajo la fafa o el chantaje, hasta los funcionarios inescrupulosos, pasando por abogados que engañan aprovechando su fe pública, médicos que engañan a los pacientes, auditores que firman falsedades, ingenieros que lucran haciendo mamarrachos de obra, estudiantes que copian en los exámenes, automovilistas que se pasan los semáforos en rojo y un larguísimo etcétera, el país ha generado una cultura de trampa con la certeza de que nunca habrá que rendir cuentas.

Un sistema que enriquece a unos cuantos, pero que a muchos más les resulta conveniente tal vez no para amasar millones, pero sí para operar en un medio en el que quien respeta la ley está en desventaja frente a todos los que saben usar mañas para lograr desde enormes hasta pinches beneficios.

Varias veces he escuchado a gente decir que no importa que en los gobiernos roben mientras hagan obra o, como le recomendó una pariente a un expresidente de la era democrática, que roben pero no en demasía. Estamos acostumbrados a que el ejercicio del poder se traduzca en latrocinio y no nos importa demasiado. Nos molestamos cuando se producen descaros como el de la Baldetti, pero si los pícaros actúan con cierto disimulo, la sociedad los acoge como si su fortuna fuera bien hecha.

Y cuando uno realiza que para que haya cambios primero debe cambiar la sociedad, nos damos cuenta que a lo mejor es una utopía eso de la lucha contra la corrupción porque salpica a tantos y de tan variadas maneras que se antoja imposible conformar un frente sólido cuando los pícaros se reagrupan y reposicionan como ocurre ahora cuando, desde la Presidencia, se estructura un pacto de impunidad.

Artículo anteriorToca a la Corte Suprema enmendar funesto fallo
Artículo siguienteSe imaginan el paquete