René Leiva

Ella, la desconocida, apenas nombrada en un papel pero innominada en el texto, encarnación aproximada, sólo referencial, de la aventura de don José. Esa ruta que ha dislocado la rutina, ir dotándola de una historia armada con indicios vagos, de una imagen con algo más que los contornos circulares de una abstracción femenina. La mujer como preñada semilla del amor… El eterno femenino –constante europea, occidental– disperso en cada mota de polvo, en cada sombra, en cada rumor callejero.

(La ciudad, ese útero plural, cuando la aventura tórnala extraña, como mar desconocido infestado de contingencias afiliadas, donde la propia habitación del solitario es una isla misteriosa y huraña al náufrago.)

Viva o muerta la desconocida será siempre la configuración de un enigma encerrado en más de un laberinto construido con los mismos cimientos del silencio.

Pareciera que el verdadero, más puro amor, es hacia la figuración estampada en el lienzo anfibio de la imaginación, con atributos no lejanos a lo arquetípico, un poco como la Dulcinea quijotesca, un poco como la heroína incontaminada de morboso romanticismo… No contaminada… ¿La mujer imposible, desnuda de realidad, como un ectoplasma emocional sólo apreciable corridas de las cortinas?
(Cuando el magín no necesita alas sino cadenas y un calabozo en los sótanos de cualquier manicomio con cercana salida directa al parque central.)

Don José, funcionario menor de la Conservaduría General del Registro Civil, el autosorprendido iniciador/constructor de un amor unilateral, unipersonal, uninominal hacia la fragmentaria desconocida, escaso de tiempo y restringido de espacio en el riesgoso entramado su casi repentina subversión del orden instituido. Pero todo ello con un comunicativo ánimo centrífugo dentro de sus limitaciones de aprensivo autocontrol.

Acaso don José únicamente sigue sus propias huellas retardadas o acaso distraídas (reprimidas) en su no lejana juventud, sin saberlo, para así encontrar (descubrir) al hombre que hasta entonces ha sido, hasta entonces ignorado o apenas entrevisto. La búsqueda de la mujer desconocida sería, en tal caso, un aromado pretexto, el aroma mitad rosa y mitad crisantemo fugado por una grieta onírica. Pero no. ¿O sí? Quién sabe.

Búsqueda y descaminado encuentro, ese encuentro interferido, devenido en un pozo abandonado y profundo, no para descenderlo, más bien subir hasta su superficie donde transita alguna luz lunar. El polo magnético de lo ignorado, ancla florecida en lo hondo de ojos jamás vistos, apenas (a penas) adivinados.

La tenaz aventura de la incertidumbre personificada, del riesgo en busca de ambiguas certezas, lleva en sus entrañas la fecha de caducidad renovada, de expiración renacida.

El quitado de ruidos don José es puesto a prueba por una obsesión reciente pero venida de enredadas lejanías, un poco incubada por arte de la Conservaduría General del Registro Civil, por sus encumbradas sombras, su vetusto polvo encubridor.

¿Quién sabe ver, siempre, lo que tiene enfrente?

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