Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

La historia de la humanidad está asociada al auge y ocaso de sucesivos imperios que a lo largo de prolongados períodos se convierten en el centro de las principales decisiones y cuna del desarrollo. No se puede estudiar Historia sin entender que la vida de los pueblos gira alrededor de los distintos centros de poder que se han formado con mayor o menor éxito en distintas regiones del mundo desde la antigüedad y cuya huella ha sido en muchos sentidos imperecedera, aunque la influencia y el control imperial haya desaparecido por completo.

Hay abundantes estudios sobre el tema y probablemente el Imperio Romano haya sido uno de los más estudiados en cuanto a su origen, su pleno desarrollo y posteriormente su deterioro hasta llegar a la desaparición de ese poderoso centro hegemónico. Recientemente nuestra generación atestiguó la desaparición del Imperio Soviético que hubiera sido inimaginable apenas cinco años antes de que se diera aquella resolución del 25 de diciembre de 1991, y que tuvo su inicio con las reformas profundas que Mijail Gorvachov introdujo no sólo en el plano económico sino también en el control del Estado hacia los ciudadanos.

Desde 1991 el mundo ha girado bajo la órbita exclusiva del poder imperial de Estados Unidos que no ha tenido ningún contrapeso porque ni siquiera la Unión Europea constituye una fuerza que pueda compararse con la de Washington. No podemos visualizar de ninguna manera un mundo sin la presencia hegemónica de los norteamericanos porque su presencia alrededor del planeta es sensible no sólo en el plano militar, sino en el plano económico y por la influencia que ejerce en los distintos foros de la cooperación internacional.

Sin embargo, lo mismo podría haberse dicho de los soviéticos en los años ochenta, cuando el Pacto de Varsovia enfrentaba a la Organización del Tratado del Atlántico del Norte, OTAN, de igual a igual teniendo como resultado la Guerra Fría que tuvo distintos escenarios de confrontación.

La profunda división social que se está viviendo en Estados Unidos y el tono amenazante que utilizan algunos seguidores de Trump que ya hablan de una “revolución” si su candidato no llega al poder, afirmando que siendo ellos los defensores de la Segunda Enmienda son también los poseedores de las armas, planta un escenario sumamente peligroso para el mediano plazo si no se logran restañar las profundas heridas que está dejando una campaña sucia, llena de ataques que promueven un odio profundo no sólo entre los candidatos que representan a los dos partidos tradicionales de la democracia norteamericana, sino también del mismo pueblo que se enfrenta con virulencia para atacar al adversario y defender al propio candidato.

La fuerza del imperio norteamericano está en que ha sido poder hegemónico que tiene como punto de partida la primacía de la ley. En la medida en que se abandonen esos valores y prevalezcan actitudes como las de un candidato ofreciendo encarcelar al adversario, como ha ocurrido en otros imperios basados en el despotismo, tenemos que irnos preocupando de que el ocaso a lo mejor empieza a manifestarse en esa degradación absoluta de la política. El ejemplo de Roma resulta muy importante.

 

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