Luis Fernández Molina

Antiguamente se «bautizaban» los terremotos -y otros fenómenos naturales- con nombres propios de personas. Hoy nos parece una extraña costumbre. Pero hasta hace poco esos fenómenos eran considerados como entidades con vida propia. Poco a poco la ciencia ha ido develando sus misterios y así se han explicado objetivamente las causas que los provocan. Entre ellos los terremotos de Santa Marta que afectaron severamente a la orgullosa capital de la Capitanía General de Guatemala.

Las fuertes sacudidas en 1773 fracturaron las estructuras de casi todas las construcciones de la ciudad. Fracturaron también la moral de los pobladores para quienes fue un golpe muy duro y significó grandes cambios en su forma de vida. Obviamente. Pero quienes más habrán sentido los cambios fueron los niños. No entendían por qué las antes fuertes paredes de su casa estaban en el suelo. No comprendían por qué deberían pernoctar en la calle. No captaban por qué había tanto lamento de los vecinos y tanta preocupación por los alimentos.

Entre esos menores había uno de 5 años que era muy sensible, observador y reservado. Contemplaba ese universo que en unos pocos días se había desmoronado como los ladrillos que yacían a la par de las tejas quebradas, las maderas rotas y trozos de repello. No entendía las discusiones que subían de tono sobre un traslado de la ciudad. ¿Cómo podían dejar desocupadas las casas? ¿Desmantelarían la casa grande que acogía a los padres y nueve hijos de la familia Larrazábal y Arrivillaga situada muy cerca de la Plaza de Armas? Las iglesias ¿las iban a abandonar? ¿Qué iba a pasar con las fuentes de los parques y los edificios públicos? ¿Y qué sería de los conventos tan hermosos que tenía la ciudad? Y sobre todo ¿a dónde marcharían? Aunque el pequeño Antonio trataba de digerir ese alud de ideas confusas.

Aumentaba la confusión cuando, siguiendo las inapelables ordenanzas de don Martín de Mayorga, se propagó la amenaza de destrucción directa de edificios públicos que se mantenían erguidos. Seguidamente se organizaron las caravanas que harían el trayecto al nuevo sitio. Largas colas de carretas, caballos y mulas. Las carretas cargaron con todas las propiedades muebles de los habitantes y con cuanto material de construcción podían llevar. Hasta pensaron cargar con las columnas del edificio del Ayuntamiento, un señorial edificio que había sido inaugurado apenas en 1743, esto es, solo 30 años antes. Afortunadamente desistieron por el peligro y lo trabajoso.

Tomaron los migrantes el camino por la cuesta de Las Cañas para subir a un poblado llamado Milpas Altas y a un pueblito San Lucas. Luego bajaron por Mixco y llegaron al nuevo lugar. En su mente se le hizo la imagen del pueblo hebreo deambulando por el Sinaí.

Ya en la Nueva Guatemala de La Asunción correspondió a don Simón de Larrazábal, rico comerciante de añil de origen vasco, un solar situado a dos cuadras de la parte trasera del sitio destinado para la construcción de la nueva Catedral. Empezó allí la construcción de la nueva residencia familiar. El pequeño Antonio crecía al ritmo con que se iba construyendo la ciudad. Desde sus primeras clases era clara su disposición por los estudios y su vocación por la vida religiosa. A los 20 años se graduó de bachiller en Teología y fue nombrado subdiácono. A los 23 años obtuvo su graduación en Sagrados Cánones en la Real y Pontificia Universidad de San Carlos Borromeo.

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