Dra. Ana Cristina Morales Modenesi

Recientemente tuve la oportunidad de ir a lugares de la civilización maya que no conocía. Motivo de felicidad que describo como una sensación de pertenencia y unión con un todo. La naturaleza, sus sonidos, sus colores, sus olores, entrar en relación con personas sencillas y con un práctico y sabio vivir.

Osho, maestro hindú, describe el acto de meditar, aclaro que dicho con mis propias palabras, como una actividad en la cual todos nuestros sentidos se centran en un solo objetivo a la vez. Por lo cual los pensamientos parlantes dentro de nuestra cabeza suelen parar. Al contemplar la belleza de estos lugares, ver vida en los troncos, en las piedras, en las ramas, en el agua. Agudizar la vista, observar el cielo, las nubes, los celajes, el sol y sus reflejos en el agua, el aire que brizna el rostro, uno recobra la tan necesaria capacidad de asombro, entonces, se siente feliz.

En esos lugares la energía emana e irradia al ser, abriga al espíritu, proporciona quietud y da la oportunidad de sentirse uno con el todo. Una locura de sensaciones que provoca sobriedad y solemnidad en y ante la vida y la naturaleza. Una experiencia que debiese ser accesible a todos los humanos.

La sencillez del encuentro con la naturaleza, con los sentidos, facilita el encuentro con uno mismo y ello provoca alegría y sentirse de alguna manera más buena gente. Porque cuando uno experimenta este tipo de vivencia de manera indiscutible la traslada a los demás.

Los lugares bastante apartados de poblaciones, en la selva. Pero era doloroso encontrar de cuando en cuando basura, botellas plásticas en el curso del río. Me imagino lo tan doloroso que fue el encontrar los miles de peces muertos en él. La gente que cuida los lugares, se observa sentirse sola, y en algunos casos, su pobreza económica es obvia. No pude observar pescadores, por lo cual, considero que el deterioro de esta actividad acumuló más pobreza. Los templos y ruinas mayas tan afamados a la conveniencia, tampoco se veían con muchos cuidados, en uno de estos lugares había un rótulo que señalaba el ordenamiento del lugar y este se encontraba clavado dentro de un cedro longevo y soberbio, hecho que interpreto como un desmán ante tan alto poder.

Los altares originales, no réplicas, están embadurnados de cera, producto de algún ceremonial maya. A alguna gente le da malestar cargar con su basura y con frecuencia son visibles sus rastros que enturbian la selva. Cuando esto pasaba, era inevitable para mis acompañantes y para mí el tratar de limpiar el lugar, por lo menos, lo que quedaba a nuestro paso.

La selva, sus plantas, sus animales, sus ríos, lagos, la gente que vive allí y la que la cuida. Todos ellos se miraban tan frágiles e impotentes ante la destrucción humana. Abrían sus brazos con buena acogida y siempre dispuestos a dar lo mejor sin esperar recibir. Pero la hostilidad, el abandono, el mal trato y la desvalorización aún de quienes consideran estos lugares como sagrados, concede tristeza e impotencia. El poder de la selva disminuye ante la necesidad del hombre de socavarlo. Y el día que ya no exista la selva, que se hayan borrado las reliquias mayas, el ser humano se desvanecerá. Como un castigo por la brutalidad con la cual trata a la naturaleza y a lo humano.

Es motivo de preocupación el hecho de la contaminación de este magno y solemne río. Pero también se deberían observar los daños colaterales hacia la flora, la fauna y la calidad de vida de los habitantes locales. Porque en mi rápido paso, pude ver como se exhibía la pobreza en cuerpos y rostros emaciados, en los cuales las sonrisas eran escasas, tal vez, por no tener suficiente energía, o miedo a una mayor hostilidad.

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