René Leiva

Se está ante la desagradable fachada de un edificio público, una institución que tiene la sospechosa función de conservar… preservar documentos, papeles, papeles con nombres de personas, personas vivas y muertas… sin que ahí las diferencias entre vida y muerte sean demasiado manifiestas.

Y entonces es necesario entrar a la Conservaduría General del Registro Civil, de alguna ciudad, de cualquier ciudad o una ciudad sin nombre, precisamente, en un país ignorado. El olor viejo del papel es un anticipo diluido o acaso una plena certeza de la muerte, de la muerte pasada, actual, futura, siempre fatal, redundante en su aparente disimulo.

(El tenue aroma infiltrado, a rosa y crisantemo, es una revelación de vida en el aire mustio del edificio. Una efluvial brújula del amor en cierne. ¿Y crecen rosas y crisantemos en los cementerios?).

La rigidez, la casi inerte inercia de la mecánica actividad o actividad mecánica (¿qué fue primero, la materia o la energía, a estas alturas?) en un ente burocrático con mucho de mausoleo, de museo, depósito fósil para el paleógrafo buceador de telarañas.

Los demasiado humanos engranajes de carne y hueso en una maquinaria cuya materia prima son los nombres precisamente, nombres un tanto o un mucho lejanos e incluso extraños a los también seres de carne y hueso concernientes o equivalentes, aunque ya no alienten.

No todo fósil es piedra, no toda materia orgánica antigua o vetusta está petrificada ni entre capas geológicas… ¿Acaso las lenguas llamadas muertas –dadoras de vida– devienen en cantos rodados por empuje del tiempo y de las reacciones químicas? También la palabra, los nombres, el verbo mismo, más bien transfórmanse para eludir su fosilización.

Para efectos clasificatorios y de control, importan más los nombres, antecedentes, datos diversos, en el papel, fichero, archivo, que dichos nombres en la existencia misma de las personas… El nombre, sumario o sinopsis identificatorio. ¿A qué es el nombre igual? ¿Se basta el nombre a sí mismo?

Antes de un punto final interesa más el nombre escrito y leído que expresado, dicho, hablado, pronunciado… El nombre anotado en la corteza cerebral, antes del bautismo.

Y don José es el antagonista/complemento del orden catalogador de ese registro teológico… Sin esa (aparente) antítesis no habría historia, narración, relato… Sus actos anómalos implican oposición y conflicto, así sean ejecutados con temor y respeto, en lo oculto, con exagerados escrúpulos… pero son complementarios, ciertamente, para que tracen lo algo o lo mucho que contar, y que, en buena medida, obligan a la curiosa connivencia del leyente, como casi todo lo que se escribe con una pátina de secreta confidencialidad, en lo íntimo de la palabra impresa en arrugable papel.

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