Luis Fernández Molina

La libre contratación civil que se aplicaba en las relaciones de subordinación laboral abrió las compuertas para desbocar una marcada tendencia hacia la baja en las cláusulas de los contratos de trabajo. No era culpa de los empleadores. Su postura derivaba de una simple lectura a las directrices del mercado laboral. Mucha oferta –excesiva oferta– y poca demanda. Si una hilera de trabajadores pujaba por un puesto de trabajo cualquier empleador podía ofrecer condiciones más apretadas que siempre había un necesitado asalariado que aceptaría esas condiciones, y lo debía hacer rápido, a riesgo de que el compañero que venía atrás aceptara otras aún más reducidas.

Este escenario se desarrolló en una fábrica de Manchester, pero también en la fábrica de enfrente y en todas las fábricas del mismo sector. Y en las de Londres, de Liverpool, de Edimburgo, y se estaba extendiendo al continente Europeo. La situación se estaba agravando y se convirtió en un problema social y político. Por lo mismo desbordaba, trascendía, la simple vinculación entre un empleador y un patrono. Ya no era asunto que solo interesaba a los contratantes, era un tema que había rebalsado y afectaba seriamente la convivencia social.

Las multitudes de trabajadores, desocupados la mayoría y otros con puestos muy precarios se concentraban en los barrios marginales donde digerían su miseria. Fue allí el caldo de cultivo propicio para que se fuera incubando el concepto de “clase social”. Adoptaron entonces una actitud más beligerante. Reclamaron la intervención del Estado. Las sociedades europeas estaban convulsionadas. Era el momento preciso en que “un fantasma recorre Europa” según expone la introducción del Manifiesto Comunista (febrero 1848). El fenómeno era imprevisto y surgió súbitamente. La Iglesia Católica, de mucha influencia social en esa época, abordó el tema de las convulsiones sociales con la Encíclica “Rerum Novarum” que precisamente quiere decir “cosa nueva”. Otros pensadores e ideólogos se pronunciaron, entre ellos los utópicos, los mercantilistas, los religiosos, etc. pero sobresalieron don Carlos Marx y Federico Engels con su famoso manifiesto arriba indicado.

En todo caso se exigió a los gobiernos que participaran. Que dejaran de lado las consignas de no intervención (Laissez Faire, Laissez Passer) e interviniera apoyando a los trabajadores. En otras palabras que rompiera el núcleo, hasta entonces inviolable, del negocio entre particulares. Surgió así el Derecho Laboral en un entorno donde se ponía frenos a los posibles excesos de la contratación laboral; se establecían límites que las partes debían observar. Emergió la institución de las jornadas como la primera expresión por cuyo medio no se podía laborar más de ciertas horas al día o a la semana; se restringió el trabajo de menores de edad y de mujeres. Vino luego el salario mínimo y luego fueron derivando otras instituciones como las vacaciones (que primero era simple goce y luego se hicieron remuneradas), los asuetos, el pago del séptimo día. Se impusieron algunos principios como la irrenunciabilidad de derechos, la teoría de los derechos adquiridos, la esencia evolutiva de la normativa laboral y, especialmente, la tutelaridad de las leyes de trabajo.

Este fue el marco en el que surgió el derecho laboral. Era un momento histórico especial y específico. En ese contexto esta nueva disciplina cumplió con su cometido. Se estableció como un nivelador que respaldaba al trabajador que se encontraba en desventaja a la hora de convenir sus condiciones de trabajo. Fue un atenuante que evitó mayor descomposición en el orden social. Por eso sus normas fueron restrictivas, limitativas. Eran un freno.

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