Eduardo Blandón

Los actos de violencia perpetrados en muchas partes del mundo revelan, sin duda, que no hemos superado nuestro estado primitivo enraizado en lo más profundo de nuestro ser.  El instinto de muerte permanece y se ha apropiado de nuestro corazón.

No hemos asimilado el imperativo del amor ni hemos alcanzado una civilización distinta desde que vivíamos con menos posibilidades en medio de la selva.  Somos en esencia “lo mismo” aunque no seamos “el mismo”.  Ni la tecnología, ni la ciencia nos han hecho superiores moralmente por una suerte de irracionalidad que nos impide dialogar para alcanzar acuerdos.

Pareciera como que tuviéramos que renunciar a un estado distinto, idílico para algunos, para lidiar con la violencia. Así lo sugiere de alguna forma Vattimo, quien dice que a lo que debemos aspirar (a lo sumo) es a una disminución de la violencia, con la certeza que habrá guerra sin fin, mientras exista la especie.  Lo cual indica que la religión es incapaz de aplacar a la bestia que llevamos dentro.

Es más, como indica el filósofo Juan Antonio Estrada, la religión puede ser terreno fértil para la promoción de luchas.  En su interior, en virtud de fundamentalismos, se pueden gestar odios que desemboquen en violencia fratricida y exterminio masivo.  Lo cual es una paradoja, dada la doctrina que enseña (en la mayoría de religiones) el amor al prójimo.

Los integrismos están a la orden del día.  Los hay en la India, Paquistán, Afganistán, Siria, Irak… pero también entre nosotros. Aún más, no se salvan naciones donde el estado de bienestar podría ser diferenciador respecto de aquellas culturas, un ejemplo típico pueden ser los Estados Unidos, Noruega o Dinamarca.  Con la diferencia, quizá que esos grupos revisten su violencia con “razones” ideológicas: “seguridad”, “economía”,  “la patria”.

Lo que, en suma, hace vernos en un estado “hobbiano”: la guerra de todos contra todos.  Un día por razones de colonización y otros por combustible, extracción de materias primas, o vaya usted a saber.  Si fuéramos al ritmo de la tecnología, estuviéramos a la altura de San Francisco de Asís, pero está visto que mucho seso no equivale a sensatez.  Lo bruto sigue en su nivel, con la diferencia que hemos sofisticado nuestros medios de exterminio.  Para nuestra desgracia.

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