Lucrecia de Palomo

Cada año celebramos el nacimiento del Niño Jesús. Todos los años, desde hace siglos. Ese maravilloso momento en el que Dios se nos regaló por medio de su Hijo. Por ser nosotros su creación, Él sabe que los hombres necesitamos de la repetición para no olvidar; el hacer mil veces una cosa conforma nuestra cultura. Sabe que por ser hombres somos desmemoriados, rápidos para olvidar, dejamos de hacer algo por un corto tiempo y se abandona, por nuestro bien Él no permite que olvidemos este nacimiento.

Quienes creemos en Dios, sabemos por el Antiguo Testamento que Él enviaría al Mesías, a su Hijo, para que pudiéramos recuperar la salvación perdida por Adán y Eva –la humanidad–; porque nos quiere de retorno en su casa celestial. Como se profetizó, nació de una mujer virgen, de la casa de David y como también se anunciara nació en Belén, ciudad de Judá. Todo se cumplió. Pero… se esperaba a un rey, en un palacio, con corona de oro, vestido con lujo, y con un ejército capaz de ganar cualquier batalla. Sin embargo, el Rey de Reyes nació en un humilde pesebre para mostrarnos que la condición de un rey es de humildad, que la riqueza material no es lo que lo hace a un soberano, que el ganar batallas no es de un ejército sino es personal, lo que importa es el ser. Así llegó a la vida humana Dios. Mucho o poco hemos aprendido de este acto de amor, aunque cada año, sin fallar, lo recordamos.

De aquel pesebre, de aquella cueva, de aquella sencillez, poco queda en la Navidad que celebramos. La pompa, las luces, y los regalos lo han sustituido. Paso a paso ha penetrado en la cultura el cambio de darse por dar. La fiesta del nacimiento se adaptó al tiempo y al lugar. Esa criatura, Dios hecho hombre, dejó de ser el centro y se buscó otra figura, atractiva, con toda una historia pintoresca que pudiera sustituir al Niño humilde y sin riquezas materiales. Llegó el viejo bonachón, vestido de rojo, que todo el tiempo se ríe y ofrece magia y regalos, todo lo que se le pide él lo fabrica en su taller. De una fiesta del Ser se pasó a tener. Cambió la cultura, pues ahora se afirma que tener tiene más importancia que ser. Lo espiritual fue sustituido por lo material económico y comercial.

Relativamente en pocos años la cultura del consumismo nos embelesó. Todo se compra, queremos tener el oropel engatuso. Una fiesta espiritual religiosa ha pasado a ser cuasi pagana. La globalización, un fenómeno social y comercial trastoca toda la cultura; penetran en los hogares y en las personas con gran facilidad porque es agradable a los sentidos. Así sustituimos el pavo por el tamal, las compras por las posadas, el abrazo por las envidias.

Son estas fechas especiales las que nos permiten discernir sobre el rumbo de la familia, de la hermandad, del servicio a los demás; debemos identificar qué es lo que nos da paz. ¿Qué permite una celebración de esta magnitud? La fiesta busca la raíz del ser, el sentido de la vida, la búsqueda interior. Jesús nació en un pesebre humilde y se regaló. Que esta Navidad encuentre en nuestro corazón un sentido divino, íntimo, que le dé posada.

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