René Arturo Villegas Lara
Como antes de 1945 en verdad no habían elecciones, cuando en 1945 se celebró el primer evento electoral libre y se eligió al doctor Arévalo como Presidente, con mayúscula, de Guatemala para un sexenio, pues, nadie de los “analistas políticos”, que en ese tiempo no existían, salvo la pluma combativa de don Clemente Marroquín, no se habló que en ese evento se habían roto mitos, y todo porque la política no era de mentiras, sino de realidades reales. Todos se unieron en torno a la figura imponente del doctor Arévalo, formado como hombre de sentimiento correteando en los potreros de Taxisco y como intelectual de la Filosofía en la Universidad argentina. Y todos los sectores ciudadanos que se “arrejuntaron”, más por emoción del momento que por convicción, en un tiempo corto se fragmentaron: el Frente Popular Libertador, el Renovación Nacional, el Partido Acción Revolucionaria, el Partido de La Revolución Guatemalteca y otros que se me olvidan, salvo el Partido de la Integridad Nacional -PIN- que creo que se formó al final del mandato arevalista y el Partido del Pueblo de ese gran patriota que fue don Jorge García Granados, el viejo. Esa división atávica que padece el sector progresista y que viene desde la división de los liberales en tiempo de don Mariano Gálvez, sigue existiendo y parece ser que es parte de un ADN perverso que no permite unir a nadie. Pero, no es a eso que quiero referirme. Quizá una certera radiografía de nuestro modo de ser, sea el artículo que hoy leí de don Jorge Palmieri en un matutino, que ha hecho bien en regresar al ruedo para los que no sabemos de las tecnologías modernas. A lo que me refiero es a las “alegres elecciones”, porque así las calificó el doctor Arévalo, cuando eran, digamos, alegres. Como presumo tener buena memoria de hechos, recuerdo la campaña de Arévalo. Escasamente tenía seis años de edad y de tanto oír en los radios que sonaban a base de acumuladores de carros, los patojos cantábamos unos estribillos con música de aquel corrido mexicano “Viva México” y en lugar de la letra original, nosotros aprendimos a cantar “Viva Arévalo, Viva Arévalo…” Todos éramos arevalistas… Hasta los patojos que aún nos orinábamos en la cama. Recuerdo que en una vieja puerta de una talabartería estuvo pegada mucho tiempo una propaganda que tenía un corazón y dentro de éste, una foto de medio cuerpo del elegante hombre de Taxisco, con una leyenda que decía “Arévalo en el corazón de Guatemala”. Cuando llegó la elección para el relevo constitucional, yo ya tenía once años y entonces se vino la elección. La unidad progresista había terminado y aparecieron muchos candidatos: el licenciado Galich, el doctor Giordani, el licenciado García Granados, el coronel Árbenz, el General Ydígoras Fuentes, don Ovidio Pivaral y en fin, ya es vieja esa manía de tener tantas opciones como cándidos hay que quieren ser presidentes. Frente a mi casa vivía un maestro talabartero que había llegado de Jutiapa. Era hermano por parte de madre, de Humberto González Juárez, arbencista consagrado. Se llamaba Victoriano Salazar Juárez y era el secretario General de la Filial del PAR. Así que a sus hijos menores de edad y a cuanto patojo vivía en la cuadra, nos involucró en la campaña de Árbenz. Recuerdo que el primer día de la elección, pues en ese tiempo era de tres días, nos mandó al puente de los Esclavos, no el viejo de Cuilapa, sino uno de madera que nos unía con Sinacantán, para que le entregáramos propaganda de Árbenz a cada aldeano que venía a votar al pueblo. Obviamente estábamos violando la ley de ese tiempo. Y cada día, a las seis de la tarde, se contaban los votos y se anotaba cómo iba la cosa en un pizarrón que prestaban en la escuela. Nada de tecnología, más que el telégrafo y la telepatía. Así sabíamos quién iba ganando. No recuerdo que haya habido actos de violencia política, a pesar de que los sectores conservadores ya se habían fugado del entusiasmo de 1945. Pasó mucho tiempo, las cosas se complicaron y hubo que volverse un espectador del activismo político. Recién salido de la Escuela Normal, participamos en la fundación del Partido Revolucionario, junto a grandes como Poncho Bauer, Camey Herrera, Carlos Hall, Pancho Villagrán, Manuel Colom y otro más, allá por la casa de Chico Luna; y luego en la primera campaña de Mario Méndez. Después, en la de mi maestro, Julio César Méndez Montenegro, que ganó la Presidencia con don Clemente Marroquín. Ya de último, mi querido alumno y amigo solidario, Oscar Clemente Marroquín Godoy, Director de La Hora, me invitó a integrar su planilla y batallamos por el gobierno municipal de Guatemala. No ganamos. De esa alegre elección, única en que he sido candidato, no candidote, me queda un pin anaranjado en donde aún leo el nombre de campaña: UNIDAD; y me queda, además, la amistad sincera con Oscar Clemente. Y siempre son alegres las elecciones, aunque no se gane.