Eduardo Blandón

Las posibilidades de hacer un buen gobierno no dependen solo de ser un alma de Dios. Si fuera así, deberíamos procurar llevar al poder, quizá y según quienes le tienen devoción, al pastor Cash Luna o a alguna alma caritativa de esas que, aunque usted no lo crea, abundan en Guatemala. Lo cual no niega que un espíritu virtuoso no cuente para ofrecer ciertas garantías en la administración de la cosa pública.

Seamos claros, gobernar un país como Guatemala excede la buena voluntad. Requiere habilidades tanto de lucidez como de capacidad de gestión. Creatividad, cintura política. Visión y sentido de la oportunidad. Ingenio para imaginar escenarios y soñar. Espíritu de diálogo y persuasión. Un espíritu capaz de enganchar a la población en un proyecto de transformación posible.

Y aun así, Guatemala estará a merced un poco del destino (por decirlo de alguna manera talvez fatalista). Somos un país en dependencia de lo que pueda ocurrir: desastres, circunstancias geopolíticas y decisiones humanas externas que trascienden las posibilidades del líder capaz y lleno de bondad. Por ello, pensar en transformaciones mágicas es simplemente una ficción.

Sin contar que los procesos son lentos y que tenemos que pagar el costo de la ingobernabilidad de años. Un buen presupuesto del Estado puede ayudar y la gestión de un buen ministro (de salud o educación) es fundamental, pero tomará tiempo la construcción de hospitales y la cobertura educativa. Así, aunque tengamos prisa tenemos que ser pacientes.

El aprendizaje toma su tiempo. Fijémonos, por ejemplo, cuánto nos ha costado recobrar la confianza para tomar las plazas. En 1986, cuando Vinicio Cerezo llega al poder, Guatemala era un país sumido en el terror. La población sentía miedo de expresar sus opiniones políticas. Y no sin razón, el enfrentamiento armado interno paralizó las conciencias como opción de salvaguardar la propia vida.

De modo que no seamos ingenuos. Esta nueva experiencia democrática no es el fin. Debemos continuar luchando para mejorar Guatemala. El nuevo Presidente tiene la palabra, pero no es el único. Los actores políticos también son grandes protagonistas, pero no tienen la exclusiva. La población debe enterarse que mucho de lo que puede alanzarse depende de cómo se involucra y contribuye para dar su propio aporte al país.

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