Eduardo Villatoro

A causa de problemas patológicos que a veces se exacerban y me conducen a ingerir de inmediato medicamentos, y porque me siento frustrado ante el fracaso de contribuir a superar los conflictos socioeconómicos del país, mientras los responsables y beneficiarios de estas condiciones que agudizan el sufrimiento de las familias y clases vulnerables y desamparadas permanecen impertérritos, me asalta la idea que es tiempo que me retire del escenario mediático y que, como la mayoría de los guatemaltecos, me acomode como simple espectador de lo que acontece.

Un día de estos iba a llamar a Oscar Clemente para informarle de mi decisión, cuando arribaron a mi buzón dos mensajes que detuvieron mi disposición de claudicar. Uno de ellos me lo envió mi compatriota Paco Sierra, titulado «Las manos del abuelo» que posiblemente usted ya leyó.

Lo resumo: El abuelo, con noventa y tantos años, estaba sentado débilmente en la banca del patio. Se encontraba cabizbajo mirando sus manos. Cuando me senté a su lado me vio de reojo. No quería molestarlo, sólo quería estar a su lado. Pero él levantó su cabeza, me miró y sonrió: -Estoy bien; gracias por estar aquí, y repuso suavemente: -¿Has mirado alguna vez tus manos con detenimiento?

Solté mis manos de las de mi abuelo, las abrí y las contemplé. Sonrió de nuevo y me invitó: -Detente y piensa por un momento acerca de tus manos, cómo te han servido en el curso de tus años. Las mías, aunque arrugadas, secas y débiles han sido las herramientas que he usado toda mi vivencia para alcanzar, agarrar y abrazar la vida.

-Ellas pusieron comida en mi boca y ropa en mi cuerpo. Cuando niño, mi madre me enseñó a plegarlas en oración. Ellas ataron los cordones de mis zapatos y han estado sucias, raspadas y ásperas, hinchadas y dobladas. Mis manos fueron torpes cuando intenté sostener a mi recién nacido hijo.

-Decoradas con mi anillo de bodas le mostraron al mundo que estaba casado y que amaba a alguien muy especial. Temblaron cuando enterré a mis padres y a mi esposa, y cuando caminé por el pasillo con mi hija en su boda. Han cubierto mi rostro, peinado mi cabello, lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. Han estado pegajosas y húmedas, dobladas y quebradas, secas y cortadas. Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más me sigue trabajando bien, estas manos me ayudan a levantarme y a sentarme, y se siguen plegando para orar. Estas manos son la marca de donde he estado y la rudeza de mi vida. Pero lo más importante es que son ellas las que Dios tomará en las suyas cuando me lleve a mi hogar eternal…

-Ha transcurrido el tiempo. Los días, semanas, meses y años se esfumaron lenta e inexorablemente; pero aunque mi abuelo hace mucho que partió nunca olvidaré sus manos y sus palabras.

-Hoy pregunto: ¿Qué estoy haciendo con mis manos? ¿Las estaré usando para abrazar y expresar cariño, como mi abuelo, o las estaré esgrimiendo para expresar ira y rechazo a los demás?

El mensaje de mi hijo Marco Vinicio confiesa: -Como en muchas ocasiones, fijáte, padre, que hoy estuve orando por vos y cuando estaba de rodillas sentí que no era yo, sino que había recibido la unción de Dios. Te dice:

-Sé fuerte y valiente, así como estuviste dispuesto a morir por tus ideales. Sé valeroso y esforzado, como lo has hecho en defensa de los pobres. Sé incesante y temerario, como lo hacías al pelear en contra de los regímenes autoritarios.

-Sé arrojado y tenaz, dispuesto a dejar viuda a tu esposa en tiempos de guerra interna. Sé constante y resuelto a dejar a tus hijos sin padre al luchar por los desvalidos. Sé decidido y consecuente, dispuesto a perder todo por la causa que creías justa. Sé digno y humilde y acepta la soberana voluntad de Dios si él decide llevarte ahora. Sé perseverante en tu fe y dále un ejemplo a tus hijos de cómo vivir dispuesto a morir aferrado de la mano del Inefable.

¡Te bendigo, padre!

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