Luis Enrique Pérez

¿Cree usted que si Jimmy Morales y Sandra Torres, quienes compiten en el actual proceso de segunda elección presidencial, proponen programas de gobierno, los electores estudiarán esos programas para conocer finalidades, comparar estrategias, examinar tácticas, y emprender un riguroso proceso analítico de operaciones, actividades, fechas y recursos, y finalmente seleccionarán el mejor programa, y le adjudicarán el voto al candidato que lo propone? Adicionalmente, ¿cree usted que, antes de estudiar los programas, los electores elaboraron, con asombrosa dedicación, indicadores, criterios o parámetros para discernir lúcidamente entre un buen programa y un mal programa de gobierno?

¿O cree usted que si el candidato presidencial que tiene el menor porcentaje de intención de voto, crea y propone un nuevo programa notablemente mejor que el de su competidor, y los electores estudian el programa, entonces tal candidato tendrá la mayor intención de voto? Inversamente, ¿cree usted que si el candidato que tiene el mayor porcentaje de intención de voto crea y propone un nuevo programa notablemente peor que el de su competidor, y los electores conocen ese programa, entonces tal candidato tendrá la menor intención de voto?

En un proceso electoral democrático compiten, no programas, sino seres humanos; pero entonces los atributos personales del candidato son más importantes que los programas. Por ejemplo, el candidato puede inspirar respeto moral, o parecer inteligente, o ser un talentoso orador persuasivo, o ser “carismático” (palabra que deriva del griego “jarisma”, uno de cuyos significados es “regalo divino”). Si, por ejemplo, tiene atributos personales más seductores que los de su adversario, puede aumentar la probabilidad de que los electores crean que gobernará bien. Si su programa tiene algún valor, tal valor puede ser producto, no del programa mismo, sino de los atributos personales del candidato. O quizá los electores no crean necesario estudiar su programa, y compararlo con el de su adversario, sino que confían en que él propone un buen programa. Y si la cuestión es prometer, los electores pueden creer en el cumplimiento de la promesa, no necesariamente porque ella es extraordinaria, única maravillosa, casi increíble, sino por los atributos personales del candidato que promete. No es suficiente prometer para creer que la promesa se cumplirá.

Si los programas de gobierno que proponen los candidatos presidenciales fueran más importantes que los candidatos mismos, o tan importantes como ellos, tendría que haber interés por proponer el programa más impresionante, el más fascinante; aquel cuya suprema finalidad fuera resolver los grandes problemas de la sociedad, o por lo menos avanzar mágicamente hacia la solución de esos problemas. Entonces habría una frenética demanda de fabricantes de programas de gobierno; y el candidato que lograra contratar al mejor fabricante, tendría más probabilidades de triunfar.

No niego que, entre los programas propuestos, haya uno que pueda ser mejor que los otros, sino que afirmo que los ciudadanos no votan por un programa de gobierno, aunque aparenten tener angustioso interés por los programas, y nos persuadan de que son electores cuyo motivo de voto reside en vertiginosas profundidades del alma, en las cuales yace un programa. Tampoco niego que los electores puedan concederle importancia al programa, sino que afirmo que los electores votan por un candidato, aunque fuera más acertado votar por un programa; y que el programa no le confiere valor electoral al candidato sino que, inversamente, el candidato le confiere valor al programa. Hasta creo que el candidato es más importante que el partido que lo propone.

Post scriptum. Presumo que al elector le importa más conocer la vida del candidato mismo, que su programa de gobierno. Le importa conocer, por ejemplo, su propensión a la moralidad y a la legalidad. Le importaría tanto tal conocimiento, que repudiaría a un candidato de quien supiera que es inmoral y delictivo, aunque ese candidato propusiera un programa que prometiera ganar el divino reino celestial.

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