Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

A principios de marzo, cuando se empezó a discutir el plan de la Alianza para la Prosperidad, el gobierno había tomado la decisión de no prorrogar el mandato de la Comisión Internacional Contra la Impunidad bajo el peregrino argumento, expresado gráficamente por la verborrea de la Baldetti, de que el país no necesitaba muletas para caminar y que el trabajo de combatir la impunidad lo haríamos los guatemaltecos sin intromisión extranjera. Fue en esos días cuando vino a Guatemala el Vicepresidente de Estados Unidos, John Biden, y cuando el director de La Hora, Pedro Pablo Marroquín, le formuló la pregunta del millón, respecto a su opinión sobre la continuidad de la CICIG.

Biden fue categórico y se extendió en ratificar que la permanencia de la Comisión era uno de los requisitos indispensables para avanzar en la Alianza para la Prosperidad que requería de absoluta transparencia en el manejo de los recursos que se colocarían a disposición de estos países.

El gobierno reaccionó hepáticamente y criticaron a Biden por meterse en los asuntos internos de Guatemala. La decisión estaba tomada y no habría prórroga de la CICIG. Hoy sabemos exactamente cuáles eran las razones por las que se había tomado tan drástica determinación, puesto que en las mismas escuchas telefónicas que se han conocido hay abundantes menciones a la investigación que la Comisión realizaba en el campo de la defraudación aduanera.

De haberse concretado la decisión política de no prorrogar el mandato de la Comisión, a estas alturas los guatemaltecos estaríamos a punto de ir a otras elecciones simplemente con la convicción de que había que votar por el menos peor o por cualquiera que nos sirviera para votar en contra del candidato que nos desagrada. Así ha sido el comportamiento del ciudadano cada cuatro años porque muy poca gente vota convencida, y a favor de alguien por sus propuestas concretas. Se vota por el que parece menos ladrón, menos sinvergüenza que el otro, pero nada más.

La verdad es que el problema de la corrupción no empezó con Pérez Molina y Baldetti, por mucho que bajo la conducción de esa Vicepresidenta se haya exacerbado. Tampoco empezó, como creyeron muchos, con Portillo ni terminó cuando él dejó el poder. La corrupción en el país está terriblemente extendida y si bien la clase política se aprovecha de las facilidades que otorga la impunidad para robarle al pueblo, en general hemos ido acomodando nuestra vida a prácticas que tienen mucho que ver con diversas formas de actuar que nos permiten sacar ventaja de las debilidades de un sistema de irrespeto a la ley.

De no ser por la CICIG, Pérez Molina termina su mandato como lo terminaron Colom, Berger y Arzú, es decir, sin complicaciones ni obligación de rendir cuentas. Se hubiera podido ir al Parlacén, ni siquiera en calidad de refugio, sino a disfrutar de nuevas prebendas para gozar de la fortuna amasada. Lo que hubiera hecho él y lo que hubieran hecho sus allegados sería tema anecdótico, como ha ocurrido con los otros gobernantes.

Pero, ojo, que no tendremos CICIG eternamente, y por ello es que ahora, no después, urge reformar el sistema y refundar el Estado para sentar las bases de una verdadera democracia basada en el respeto a la ley y el repudio a la corrupción.

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