Luis Fernández Molina

Muy preocupado por el desvarío de la humanidad y la perdición de las almas, el Papa Gregorio Magno, allá por el año 590, elaboró un listado de aquellos pecados más significativos, los llamó “capitales”, no por su gravedad como por el hecho de ser la base o principio de otros pecados (por ejemplo la ebriedad es en sí un pecado, pero es mayor el efecto que promueve: la comisión de otros peores hechos). Los definió así: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Seis siglos y medio después, el genio de Tomás de Aquino abordó este tema y resaltó el papel de la soberbia (u orgullo) en el encabezado de esa lista y de esa forma se ha establecido que la soberbia es, en efecto, el más grave de los siete pecados capitales y origen de los demás. El soberbio quiere desmesuradamente acumular propiedades: avaricia; pretende para sí placeres sensuales: lujuria y gula; se descompone cuando se le contraría: ira; se resiente del bienestar de otros: envidia; resiste la auto disciplina: pereza.

La soberbia es, asimismo, el primer pecado que se registra en los anales de la humanidad y sus inmediatos antecedentes. Fue el pecado que cometió el ángel de la Luz, el lucero del amanecer: Luzbel. Tanto porfiaba de su revuelta que convenció a muchos ángeles para que se unieran a su ejército. Una guerra de proporciones místicas, inimaginables, se desarrolló en los campos etéreos y las tropas comandadas por el Arcángel Miguel derrotaron a los ángeles rebeldes que fueron “expulsados del cielo y lanzados a la tierra” (Ap. 12:7-10). Cayó del cielo quien, inflado de soberbia, aspiraba subir “más allá de las nubes más altas” y pretendía llegar a ser “como el Altísimo” (Isaías 14, 14). Luzbel cambió de nombre: Lucifer. Estos esotéricos pasajes fueron recreados por John Milton en su monumental obra “El Paraíso Perdido”.

Lo contrario a la soberbia es la humildad. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” repetía Jesús. El mandato es simple y directo. Debemos ser mansos, lo que significa ser dóciles, afables. También debemos ser como el Maestro, humildes, pero desde adentro, esto es, sencillos de verdad, de esencia. No vale ser humildes solo de pantalla, de barniz, de márquetin, de show para que digan ¡vean, cómo es de humilde! Esto es engaño e, irónicamente, un abono a la soberbia. Todos tenemos algunas dosis de soberbia, somos seres humanos después de todo. Nos chocan los arrogantes, petulantes, presumidos, pero más nos afecta cuando lo son los propios portadores del mensaje de Cristo ¿Cuántos de los pastores de la grey cristiana (de todas las denominaciones) califican como humildes de corazón? Cuántos dirigentes viven con humildad, sin pretensiones ni lujos, que no se regodean en aclamación de multitudes y en baño de masas. Reclaman reconocimientos y aclamaciones y se dan baños de multitudes. Se regodean de su fama. Hago mía la pregunta tajante del Maestro: “¿Por qué me llamáis Señor, Señor y no hacéis lo que yo os digo?” Hay ciegos, guías de ciegos. Hay tantos -y repito, de toda doctrina- que no me refiero a ninguno en particular, cada uno sabrá en lo más interno de su ser.

La mayoría de las veces cuando Jesucristo obraba un milagro decía “no se lo digan a nadie” y varias fueron las veces en que lo quisieron vitorear -hasta quisieron nombrarlo rey- pero se iba, casi se escabullaba. Por el contrario, muchos obradores de milagros de hoy día, los publicitan por todos los medios. “No todo el que me diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos.” (Mt. 7, 21-27). Hay también algunos pastores abnegados y humildes “pastores con olor de ovejas”.

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