Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

No es casualidad que los Constituyentes hayan dispuesto que en el Título I de la Constitución, el Artículo 1 disponga textualmente que “El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común.” Se trata de la definición más perfecta del sentido del pacto social que está contenido en la Constitución y por lo tanto esa búsqueda del bien común es la base del orden constitucional. Sin ello, es decir si el Estado deja de trabajar por el bien común, deja de haber un legítimo orden constitucional.

Y cuando el Estado se organiza, legisla y acciona para promover la corrupción de sus funcionarios y garantizarles la impunidad, aunque ello sea en perjuicio del bien común, obviamente se ha roto el orden constitucional en forma burda y eso es lo que hemos sufrido en Guatemala desde hace muchos años. Porque no es proteger a la persona y a la familia que los funcionarios hagan negocios con la compra de medicinas y de insumos hospitalarios, para citar un ejemplo, ni lo es que afecten la seguridad ciudadana porque se roban el dinero hasta para la gasolina de las autopatrullas que debieran de proteger a los ciudadanos de la acción criminal desatada por el incumplimiento de la obligación estatal de aplicar la ley penal a los criminales.

¿De qué bien común hablamos cuando la mitad de los niños del país sufren desnutrición que les afectará para el resto de sus vidas sin que ninguna autoridad haga algo serio para combatir ese flagelo que marca para siempre a nuestros infantes desde que están en el vientre de la madre? A mí que no me vengan con babosadas de respeto a un orden constitucional que se ha burlado de las necesidades del pueblo y que se pasó por el arco del triunfo el bien común cuya realización es el fin supremo del Estado.

No se ha escuchado a lo largo de todos estos años la voz puntillosa y exigente de quienes hoy reclaman el respeto irrestricto al orden constitucional, pese a que llevamos años viendo que los pocos recursos del Estado, que debieran servir única y exclusivamente para promover el bien común, fueron utilizados para que los funcionarios de distintos gobiernos se vuelvan potentados millonarios que amasan fortunas que no son producto del trabajo honrado y digno.

Nuestra devoción constitucional se tiene que traducir en la búsqueda de la excelencia en el cumplimiento de los fines del Estado y el nuestro hace rato que perdió el norte porque fue secuestrado por pandillas de mafiosos que únicamente se dedican a cimentar un sistema de corrupción que se extiende a lo largo y ancho del ejercicio de cualquier forma de poder, desde el más alto de la Nación hasta el último reducto de alcaldes que han convertido al municipio en reducto de su latrocinio.

Tenemos un Congreso que no legisla más que cuando tienen que elegir magistrados para la impunidad o regalar, a cambio de soborno, las frecuencias del Estado y jueces puestos para apuntalar el sistema, pero no tenemos a nadie para promover el bien común y por ello, el orden constitucional es inexistente.

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