Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Decía yo en aquellos días que se iría Portillo y que la corrupción iba a seguir porque era sistémica. Por supuesto que hay una doble moral que hace que el enriquecimiento de alguien con orígenes como el de Alfonso Portillo resulta más escandaloso que el de otros gobernantes que se sienten de alcurnia o que la gente trata como “gente bien” por su origen social. A ellos se les permite que hagan negocios porque, según el vulgo, los hacen bien y de manera sofisticada para no dejar la burda huella que ven en otros casos.

Mientras sigamos centrando la lucha contra la corrupción en personajes paradigmáticos, que indudablemente son corruptos, no moveremos ni un dedo para atacar el sistema que drena los muy escasos fondos del fisco para agudizar la crisis social y la pobreza por falta de inversión en las necesidades de una gente que se acostumbró a no chistar, a vivir del chisme, pero sin emprender las acciones necesarias para cambiar lo que el país necesita urgentemente que cambie.

En el fondo volvemos un circo la lucha contra la corrupción porque terminamos explotando el morbo sin señalar la gravísima condición de daño estructural que tiene el latrocinio. Acaso hay algún ingenuo que piense que con las próximas elecciones tendremos un país distinto porque elegiremos nuevas autoridades. ¿No nos basta tanta experiencia para saber y entender que aquí no importa quién llegue, porque todos terminan haciendo exactamente lo mismo, si acaso con la única diferencia de que van perfeccionando el sistema?

Claro que siempre es más agradable para un buen sector de la opinión pública escuchar que se le dice ladrón con nombre y apellido a un político, pero si bien ello sería importante si al menos hubiera vindicta pública contra los que traicionan a sus electores, vistas las cosas en Guatemala todo termina en distracción y entretenimiento para dar motivo al alegre y entretenido chisme.

El país requiere mucho más que eso. El país requiere de claro entendimiento de que el problema no es de individuos sino de un sistema que garantiza, sin lugar a la menor duda, que llegue quien llegue todo seguirá funcionando igual. ¿Cree alguien sinceramente que el gobierno de Berger fue más honesto que el de Portillo? Hay muchas mansiones en sitios de recreo en las que nadie repara porque son de esa “gente bien”, pero cuyo origen es tan espurio como todo lo que hemos visto en el transcurso de los años. ¿Cree alguien, entonces, que el próximo gobierno será más honesto que éste?

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