Sergio Penagos

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La traición de Judas, según algunos entendidos en la materia, no fue por ambición económica. Era el tesorero del grupo de seguidores del Maestro. Manejar dinero y realizar las compras era su trabajo. No existe evidencia documental que indique un arqueo o control de los bienes que administraba. Se supone que, con la proximidad contaminante del dinero, como ocurre con la pléyade de judas que se apuñuscan, como suele decir el mayor de los judas nacionales, en la política nacional, se engendra una contagiosa corrupción por la desmedida ambición de disfrutar lo que no les ha costado, con la excusa del bien común. No porque se preocupen por los pobres; sino porque son ladrones que fingen indignarse por la situación, cuando en forma hipócrita se reputan de cristianos. Pero, no comprenden, creen, ni aceptan el mensaje de Jesucristo. Son impermeables a la doctrina que predican, no han tenido noticias de la Buena Nueva del Mesías, engañan con sus apariencias, tienen el corazón cerrado y endurecido, sólo les importa la superficialidad y las formas de hacer dinero. Como Judas Iscariote, el discípulo que traicionó, cuando vio que María derramó un perfume caro a los pies del Maestro, para ungirlos y secarlos con su cabellera, preguntó: ¿Por qué no se vendió el perfume por trescientos denarios y se dio a los pobres? (Juan 12:3-5).

Quienes reclutan, alquilan o compran a los traidores, lo hacen porque saben que existen solo para ayudarles a atacar las causas nobles que les impiden desarrollar su ambición y malevolencia. Los traidores se acomodan en las revoluciones sociales con su falsa preocupación por los pobres y, la mesiánica promesa de expandir la prosperidad y devolver la dignidad a los hijos de Dios. Traidores que se venden habrá aquí y allá, ahora y siempre. Judas, antes de ser traidor fue seleccionado como uno de los doce discípulos. Luego demostró que se traiciona a las personas que los han estimado, a las familias, al grupo social del que se procede, a las instituciones que les han ayudado y favorecido; así como a las personas de quienes se ha recibido beneficios. Para el traidor no existe la gratitud, pueden ser entregados y vendidos los amigos, la patria, los ideales, las doctrinas, el bienestar y la prosperidad pública. Ajusta el precio de sus servicios de acuerdo con el mal que provoca, siendo empujado por muchos motivos o excusas; que van desde el miedo, la cobardía, la ignorancia y la confusión mental, hasta la ambición por el dinero, el poder y las prebendas particulares, la traición se sustenta en la ausencia de principios, o los tiene muy frágiles que con facilidad se derrumban. En la mayoría de los casos nunca existieron por la prevalencia de intereses egoístas y oportunistas. La traición se alimenta de la maldad, tiene un sustento destructivo, calumnioso, pecaminoso, delictivo y antipatriótico. Es oscura y teatral, manipuladora y denigrante. El poeta latino Virgilio y el italiano Dante Alighieri, en la Eneida y la Divina Comedia respectivamente, ubican en los lugares más terribles del infierno a los traidores, para que se consuman en el tormento eterno del olvido y el desprecio. Los que fueron infectados por el maligno virus de la traición, yacen en la imperecedera condena del Averno o Infierno en el último círculo despojados de todo amor.

Judas, junto a todos los hombres y mujeres que le imitan, asumen nombres y disfraces que les facilitan actuar según su contexto sociopolítico, escudándose en el distorsionado libre albedrio para realizar el acto infame y denigrante de la traición. Este comportamiento es muchas veces efímero, hasta que aparece una nueva oportunidad para traicionar e intentar destruir y atacar a quienes, ahora, considera sus enemigos por no haber sabido recompensar sus inicuos servicios.

La traición, cuando es descubierta y puesta en evidencia, deja en el traidor una inagotable desolación moral que lo extingue, lo convierte en una grotesca caricatura y nunca volverá a ser el mismo, hasta que vuelve a traicionar, escondiendo una perenne desconfianza e imperecedera duda que le carcomen el alma, esperando en cualquier momento ser descubierto y colocado en una penosa e insoportable exclusión del ambiente del que fue parte. Se va quedando aislado como indeseable temiendo que ya no lo soportan ni quienes lo compraron; menos aquellos a quienes arrodillado se ofreció por menos de 30 monedas de plata. Deshonrado y rebajado, el traidor se ahoga en su propia angustia, se desespera por la falta de ingresos económicos, de salutaciones y reconocimientos públicos. Está desplazado y ha caído en desgracia. Ahora está sufriendo una lacerante soledad que lo destruye, se condena y dicta su propia sentencia: “Y él, arrojando las piezas de plata en el santuario, se marchó; y fue y se ahorcó” (Mt 27,5). Por eso la sabiduría popular ha establecido un acertado refrán: Con los judas no se pelea, ellos se ahorcan solos.

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