Sergio Penagos Dardón

Ingeniero Químico USAC, docente, investigador y asesor pedagógico en el nivel universitario. Estudios de posgrado en Diseño y Evaluación de Proyectos y Educación con Orientación en Medio Ambiente; en la USAC. Liderazgo y Gestión Pública en la Escuela de Gobierno.

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Sergio Penagos

No soy abogado, como bien lo saben las amables personas que leen estas columnas de opinión. Pero, en mis andanzas de lector, tuve el privilegio de conocer a don Piero Calamandrei, abogado y escritor, de quien me permito recrear algunos párrafos que parecen haber sido escritos en la Guatemala actual.

La actividad en un tribunal se considera un duelo entre los litigantes, en el cual el juez, a modo de árbitro, se limita a anotar los puntos y a controlar que se observen las reglas del juego. De esa forma, parecía natural que la abogacía se redujera a un certamen de acrobacias y que el valor de los defensores se juzgara con criterio deportivo.

Una frase ingeniosa, o un grito destemplado que no representa la verdad, utilizado para atacar cualquier defecto del abogado contrario, producen incomodidad y vergüenza al juez. Sabemos que en cada proceso, aun en los civiles, se ventila, no un juego atlético, sino la más celosa y alta función del Estado, y que no se acude a las Salas de justicia para admirar escaramuzas y leguleyadas. Los abogados no son ni artistas de circo, ni merolicos de salón: la justicia es una cosa seria. Un juez se preguntaba, ¿estos abogados de comportamiento extraño, no estarán poseídos por algún espíritu burlón?

Muchos de ellos cuando no visten la toga, son en verdad personas correctas y discretas que conocen y practican las reglas de urbanidad. Conversar con ellos es una agradable experiencia; saben que no está bien levantar la voz en la conversación, se abstienen de emplear palabras enfáticas para expresar cosas sencillas, no interrumpen la frase de su interlocutor, ni lo agobian con una conferencia intrascendente.

Cuando entran en una tienda a comprar una corbata, no se ponen a dar puñetazos sobre el mostrador ni a apuntan con el índice, desorbitados los ojos, a la persona que los atiende. Y, sin embargo, esas mismas personas, tan bien educadas, cuando están en un juicio olvidan la urbanidad y los buenos modales. Con los cabellos desordenados y congestionado el rostro, emiten una voz estridente y gutural, que parece amplificada por las arcanas concavidades de otro mundo; emplean gestos y vocabulario que no son los suyos, y hasta alteran la pronunciación habitual de ciertas consonantes. ¿Habrá, pues, qué creer que caen como suele decirse, en trance, y que a través de su inerte persona habla el espíritu de algún charlatán de feria escapado del infierno?

Así debe ser; no se comprendería de otra manera que puedan suponer que, para hacerse tomar en serio por el Tribunal, tengan que gritar, gesticular y desorbitar los ojos en la audiencia de tal modo, que si lo hicieran en sus casas, cuando están sentados a la mesa con su familia, desencadenarían una clamorosa tempestad de carcajadas. No puede ser un buen abogado quien está siempre a punto de perder la cabeza por una palabra mal entendida, o que ante la villanía del adversario sólo sepa reaccionar recurriendo al tradicional gesto de los abogados de la vieja escuela, tirarle el tintero por la cabeza a quien los enoja.

La noble pasión del abogado debe ser siempre consciente y razonable; tener dominados los nervios, saber responder a la ofensa con una sonrisa amable y dar las gracias con una correcta inclinación, al presidente autoritario que le priva del uso de la palabra.

Está perfectamente demostrado que la vociferación no es indicio de energía, y que la repentina violencia no es indicio de verdadero valor; perder la cabeza durante el juicio representa casi siempre hacer que su patrocinado pierda la causa.

El abogado que creyera atemorizar a los jueces a fuerza de gritos, me recordaría al campesino que, cuando perdía alguna cosa, en lugar de recitar plegarias a san Antonio, abogado de las cosas perdidas, comenzaba a lanzar contra él una serie de blasfemias, y después quería justificar su impío proceder diciendo: a los santos, para hacer que nos atiendan, no hay que rogarles, sino meterles miedo.

También recuerdo a un viejo profesor de medicina legal, quien al darse cuenta que un alumno había consultado, en lugar de los apuntes amarillentos que él siempre utilizaba en clase, un difícil texto moderno, le dijo, mirándolo con semblante suspicaz: joven, me parece que quiere saber más que yo. Y lo premió con cero puntos.

Yo tengo confianza en los abogados —me decía un juez—, porque abiertamente se presentan como defensores de una de las partes y confiesan así los límites de su credibilidad; pero desconfío de ciertos jurisconsultos que, sin firmar los escritos y asumir abiertamente la función de defensor, colocan dentro de la carpeta de la causa ciertos dictámenes que titulan “por la Verdad”, y lo dirigen a los jueces, como queriendo hacerles creer que, con los tales dictámenes, no estiman ellos hacer obra de patrocinadores de una de las partes, sino de maestros que están por encima de las cosas terrenales.

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