Jóvenes por la Transparencia

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Jorge Manuel Beteta Carías
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  1. Génesis de la república, división del poder y epitafio del absolutismo.

Al momento de escuchar sobre el absolutismo, las instituciones democráticas tiemblan al recordar aquella sombra que, en su momento, subyugó a cualquier alma ajena al déspota monarca. Como su nombre lo indica, durante el absolutismo el monarca ostentaba y concentraba un poder absoluto, pudiendo decidir sobre la vida y muerte, riqueza o miseria; haciendo que conceptos como la voz y voto fueran algo tan desconocido como absurdo para cualquier otra persona.

Sin embargo, la ilustración llegó, en palabras del filósofo alemán Immanuel Kant, como: “der Ausgang des Menschen aus seiner selbstverschuldeten Unmündigkeit” (la salida del hombre de, por culpa propia, su falta de autonomía). Hasta que el hombre comenzó a cuestionarse la justificación del poder absoluto del monarca, que, si bien para algunos simpatizantes de la teoría del Contrato Social de Hobbes era algo natural y necesario para la vida en sociedad, para la gran mayoría de la población este poder se había convertido en martirio. Por citar un ejemplo, los plebeyos que, en tiempo de la Révolution française constituían más del 90% de la población, aun siendo la mayoría de la ciudadanía francesa, se encontraban subyugados al puño de hierro y voluntad del monarca absolutista. De este “despertar” se desprende la idea de la separación de poderes, designando límites al poder público de lo que pasaría a ser una república, dividiéndose, al menos como un esquema básico, en los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, con sus propias formas de tensiones y controles interorgánicos. De este modo se evitaría regresar a la temida concentración absoluta de poder.

Se pasó de un concepto de gobernanza donde una persona perseguía, juzgaba y condenaba a una persona como su antojo dictara, a la división de poderes y al sometimiento de la ley, la cual sería administrada por el que, por su naturaleza, se convertiría en el regulador y arbitro letrado de la ley: el juez.

  1. Juez como estandarte del cambio y protección

La figura del juez como administrador de justicia denota su importancia, no estando este sobre la ley, sino siendo meramente su administrador en virtud de la justicia, constituyéndose como el principal guardián en el caso de que el Estado, de forma arbitraria, pretendiera sobrepasarse o extralimitarse en sus funciones y facultades atribuidas por ley. El constitucionalista Ferdinand Lasalle en su obra “¿Qué es una constitución? plantea un ejemplo digno de ser rescatado: “supongamos que se deroga el pago de los impuestos, pero los soldados llegan a la casa del ciudadano y exigen el pago de impuestos. El ciudadano le cerraría la puerta a los soldados y, si estos intentasen obligarlo a pagar, llevándolo ante el juez, éste último dictaría a favor del ciudadano, y más reconoce que el ciudadano ha hecho bien al resistirse a la acción ilegal de la autoridad.” De este ejemplo se puede apreciar la importancia de un juez. Sin embargo, dentro del análisis se desprenderán características que son importantes para cumplir con su naturaleza.

El juez como administrador de justicia debe mantener su actuar restringido a lo que la legislación le permita, reiterando que el juez, si bien podrá ser un administrador y un funcionario con bastante poderío, siempre estará sujeto al imperio de la ley, estando sujeto a lo que el orden jurídico establezca. Asimismo, el juez debe ser imparcial, ya que, al momento de ostentar tanto poder en sus funciones, es elemental que no se vea influenciado o manipulado para fallar en desapego a la ley, puesto que, si este llegara a fallar en tal sentido, vulneraría no solo al ciudadano, sino su misma naturaleza.

  1. Corrupción: apoplejía del Estado de Derecho.

Habiendo entendido la naturaleza y la historia de la figura, queda claro como la corrupción y la captura progresiva de los poderes judiciales nos retrotrae a épocas oscuras, donde el ciudadano estaba desprotegido ante la maquinaria y poderío ilimitado del Estado. Algunos pretenderán alegar que los límites establecidos en la ley son límites claros al poder público, o incluso al actuar individual de la ciudadanía. Sin embargo, debemos recordar la locución latina atribuida al comediógrafo Plauto: homo homini lupus, en la que hace referencia al actuar maligno que tiene el hombre contra el mismo hombre. Es aquí donde el juez, dentro de su naturaleza, llega a impartir justicia, protegiendo al vulnerado. Pero si el juez se ve manipulado y pervertido por influencias dañinas, solamente se vulnerarán a los ciudadanos desprotegidos. Para la efectiva preminencia del Estado de derecho es menester proteger la independencia del juez. Recordemos: “Aquel que no conoce su historia, está condenado a repetirla”.

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