Pedro Pablo Marroquín

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Esposo, papá, abogado y periodista. ¡Si usted siempre ha querido un mejor país, este es su momento de actuar!

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¿Usted se arriesgaría a emprender un camino desconocido si parte del trayecto implica estar en el furgón de un cabezal por varios días?

Por mucho que la expectativa del sueño americano sea tal como para cambiar la vida y mejorar las realidades que se padecen, perseguirlo implica demasiado para millones de personas que no amanecen un día sabiendo que en un rato suben un avión para estar, horas después, en suelo americano.

El viaje cuesta hasta 20 veces más que un pasaje de avión y tarda mucho más horas que cualquier vuelo existente hoy en el mundo, pero todo eso no lo realizamos con frecuencia porque los números de las remesas ponen en un plano secundario todo lo que ocurre para lograr enviar esas cantidades de dinero, que, sin duda, son un respirador para la economía local y el salvavidas para la economía de muchas familias.

Hoy publicamos el relato que Sonia Pérez de AP recogió en la comunidad de Tzucubal, en el municipio de Nahualá, departamento de Sololá y resulta desgarrador saber que un niño de 13 años decide irse a estudiar a otro lado para poderle asegurar un mejor futuro a su familia.

Pascual Melvin Guachiac Sipac de 13 años murió junto a su primo de la misma edad, Wilmer Tulum. Solo querían llegar a Houston con la idea de transformar la realidad que vivieron sus padres y que muy probablemente le tocaba vivir a los niños de su generación.

Los que tenemos hijos que tienen la oportunidad de educarse y con ello transformar su vida, si por un segundo cerramos los ojos y nos tratamos de poner en los zapatos de la familia Guachiac, sentimos un hoyo en el estómago de pensar que alguno de nuestros hijos viviera el infierno que les tocó a los menores en el viaje y la eterna pesadilla que les significa crecer con pocas oportunidades.

Y por eso es que los que tenemos oportunidades en este país debemos redoblar los esfuerzos para asegurar que las mismas lleguen a los niños que las piden a gritos y en formas que les ayuden a tener una vida digna en su tierra.

Como padre siento vergüenza de saber que hay millones de niños que desde muy pequeños viven en la desesperanza, aprenden a vivir con la miseria, ven la falta de oportunidades como la norma y no la excepción.

Y es que los ciudadanos que no ostentamos el poder, si bien no podemos tomar decisiones con impactos masivos, sí que podemos trabajar para sentar las bases de un sistema que funcione mejor para todos, en especial aquellos que como Pascual Melvin estiman que quedándose no logran romper el círculo generacional de la pobreza.

Solo culpar a los padres que dejan ir a niños como Pascual y Wilmer no es la solución porque los progenitores se enfrentan a un doble drama: si se quedan vivirán lo que vivieron ellos y si se van se les puede acabar la vida entre mucho sufrimiento.

Es La Hora que el drama de la migración lo asumamos como propio. Debemos ponernos en los zapatos de los miles de familias que ven en los menores la opción a futuro y en los menores que sienten la carga de proveer para algo mejor en su familia.

No podemos tomar decisiones que tengan impactos masivos como un gobernante, pero sí tenemos la capacidad de incidir si nos los proponemos, pensando qué sentiríamos si uno de nuestros hijos hubiera ido en ese furgón con la mochila cargada del deseo de hacer algo que debería ser normal en Guatemala: estudiar para incidir en el futuro propio, de la familia, de la comunidad y del país.

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