Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

El látigo de la enfermedad no cae por igual en la pobreza que en la riqueza. Se lanza sobre la carne de los enfermos menesterosos (con mayor crueldad morbosa) que sobre la de los ricos. Ni en esto –en lo de la enfermedad- hay real “égalité” entre los humanos, como se quería cuando se gestaron los Derechos del Hombre a finales del XVIII. No ocurre en las cosas más comunes -no digamos en las descomunales- como en La peste de Camus y en ésta que experimentamos.

La igualdad es una de las cimas más lejanas y casi inalcanzables e inasequibles que enfrenta la humanidad. Es la meta de las metas. Es la lejana democracia en sí. La democracia en concreto. En la medida en que nos acerquemos a la igualdad (“igualación”) más cerca estaremos de lo que se ha creado como concepto de Dios.

Pero la élite económica huye de la equidad, de la paridad y busca ciega y ansiosamente la desigualdad del poder y la riqueza. Pregúntale a un rico si quiere igualarse siquiera a un “clasemediero” y te dará por respuesta un rotundo ¡no! Los de abajo quieren elevarse en el ascensor social, pero los de arriba rechazan secularmente tal movimiento y acción social con una patada de descenso que ultraja y desmoraliza.

La lucha de los reprimidos -por la igualdad- ha sido en mayor o menor medida la mismísima lucha de clases que es el disfraz de la lucha por la igualdad. Pero contra todo socialismo igualador se enfrenta una constante de aristocracia social económica u oligárquica. Son colosales figuras que se golpean y se hieren inexorable e históricamente desde que el hombre inventó la esclavitud y la explotación en plena Pre-Historia. Desde entonces se arrastran esas hediondas cobijas.

Se yergue –en medio de toda esta batalla político social- la figura de la democracia como ideal de perfección y como gigante catalizador contra la desigualdad. Pero la desigualdad permanece -desde la Pre-Historia hasta el “democrático” y liberal capitalismo- y la democracia no alcanza nunca a tornarse plena, realmente, casi en ninguna parte. Pocas son las democracias plenas en el mundo y lo que vemos en los informes del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) por el contrario es el triunfalismo inmenso de una desigualdad que en Guatemala crece envenenada exponencialmente conforme caminamos en la Historia. Y eso es lo trágico: que en Guatemala aumenta la desigualdad, en vez –como sería lo “lógico- de disminuir. No lo digo yo (que tal vez lo haría con ira indignado ante la inequidad y el atropello). Lo dice diáfanamente el PNUD que es Naciones Unidas (ONU).

Ya en el siglo XVIII –como digo- y como fortalecimiento y concreción –en aquel momento- de los Derechos del Hombre, quedó bien claro que, además de la libertad y la fraternidad, el otro gigante de la especie es la igualdad. Y desde entonces se viene luchando en o a su favor en vez de seguir auspiciando a la oligarquía.

La desigualdad aumenta el temor a la pandemia. No sufre esta enfermedad igual un rico que un pobre en el tercer mundo cundido de miserables países como el nuestro. El covid se ceba en los pobres y salva a los ricos mediante procedimientos elitistas ad-hoc. Y esta opinión o más bien concepto no nace del resentimiento social (pues no tengo por qué experimentarlo) sino de la observación de las psicologías sociales ¡de lo que ante mis ojos veo! Porque un paciente con covid bien atendido en El Pilar suele soportar la crisis, mientras que otro en el San Juan de Dios –en circunstancias físicas similares- es casi seguro que sucumbirá a la peste.

En este caso sí que no es cuestión de ideologías sino de la profunda observación científica de la conducta social.

Es cientificismo y no ideologismo opinar o diagnosticar –desde el punto de vista de la sociología, de la economía y de la política- que la desigualdad es determinante en el desarrollo y desenlace del covid-19, en relación a si se atienden casos similares en el antes llamado Hospital General o en el Centro Médico. El atendido en el hospital nacional de casi menesterosos –donde las camillas y camas se refuerzan con cartones y lo sueros cuelgan de pitas insufribles de mugre- es casi seguro que, según su estado físico, perecerá. Allí es donde se observa la acción vivísima de la desigualdad. Donde y cuando vemos la desigualdad en función de qué hospital me atiende y donde mis huesos pagarán su desventura.

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